La política, como la vida misma, debe ser examinada en función a la dicotomía utopía-realidad. Las personas suelen elaborar teorías profundas para legitimar sus ideas, pero la realidad es la única capaz de contrastar el poder de todas las teorías. La realidad se impone a la teoría, la realidad pone a prueba la teoría, la realidad es el Alfa y el Omega de la política porque toda política buena transforma positivamente la realidad. La política no es filosofía. La política es el arte de gobernar la realidad.

Sin embargo, a nadie se le oculta el poder del mito. El mito es capaz de movilizar a las masas, el mito puede enfrentarse a la realidad y obligarla a cambiar, pero el mito nunca logrará suplantar lo que de verdad existe. La existencia de las cosas se impone al mito. El mito puede movilizar al pueblo por un tiempo concreto, incluso por un espacio prolongado, pero siempre tiene fecha de caducidad. El mito, tarde o temprano, será derrotado por la realidad. En efecto, la utopía marxista, el mito político por excelencia, ha terminado en la cuneta de la historia porque ha fallado en todas las sociedades en las que se puso en práctica. El odio no es el motor de la historia. La lucha de clases no genera riqueza en ninguna parte. Mucho menos cohesión social, pilar sobre el que se construye todo país auténticamente soberano. El odio debilita primero y liquida después. Es un cáncer que debe extirparse sin contemplaciones.

Combatir la utopía radical con las armas de la realidad es la tarea imprescindible del Bicentenario. Me atrevo a pensar que es el único, acaso el último camino.