Si la mascarilla pudiese hablar, lo primero que seguramente le diría al gobierno de Pedro Castillo es lo siguiente: “Su ministro de Salud se fue de boca porque Perú es el país que peor enfrentó la pandemia de la COVID-19, el virus todavía pulula por calles y plazas y es un riesgo latente darme el carácter de opcional en espacios abiertos y cerrados, salvo en el transporte público y los hospitales donde sí soy de uso obligatorio”.

Pero como el barbijo no tiene esa privilegiada facultad y, en completo silencio, se ha dedicado a salvar millones de vidas pese a que muchos lo trataron como al trapeador, nosotros tenemos que levantar la voz por él para advertir que estamos entrando a una cuasi normalidad peligrosa, con el agregado de que muchísimos peruanos no tienen ninguna vacuna y otro tanto continúa en debe con sus respectivas dosis, por A o B respetables motivos.

Así las cosas, tras el enrevesado Decreto Supremo 118-2022-PCM, recobra vigencia aquello que tanto profesaba Julio Cotler, que en el Perú “cada quien baila con su propio pañuelo”, es decir, que uno es responsable de su pellejo, en este caso darle la cara al coronavirus con o sin el bendito adminículo que es la mascarilla (que, por lo demás, merece un monumento en todo el mundo).

Es cierto que el “lagarto” Martín Vizcarra fue un remedo de mandatario y que se burló del país vacunándose a escondidas, pero en la precaria gestión del profesor chotano la población le agarró tirria no solo a las inyecciones sino que el sistema de vacunación en general cayó en el descrédito y las mascarillas, por extensión, empezaron a ser vistas como un fastidio. Y así no juega Perú.