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La tierra del oro es color gris. Gris, como sus casas hechas de aluminio; plomiza, como las piedras que contienen su dorado mineral, como el agua de las lagunas que llevan relave; negruzca, como sus trochas que sirven de carreteras, que no son otra cosa que caminos de barro ennegrecidos por el triste andar de sus gentes y su lento desarrollo.

La tierra del oro se llama La Rinconada y es un centro poblado con 70 mil habitantes, ubicado en Puno. Es un territorio a 5.400 metros de altitud. Un lugar que alberga a 30 mil mineros informales que trabajan donde la respiración parece imposible y la adaptación del cuerpo es un lento pesar. “Esta tierra es de machos”, se jactan sus mineros uniformados con overoles, guantes y cascos de colores. “Los mismos puneños se ahogan allá”, te advierten sobre este lugar donde la temperatura llega a los -15 grados con lluvia, nevado y granizo.

Que lo llamen el poblado más alto del mundo no es gratuito, la National Geographic la nombró así en el 2003 y la describió como un pueblo donde casi ninguno de sus habitantes se enriquece. Y no se equivocan: Es un lugar donde no existe el agua potable ni el alcantarillado. Su lago es un charco contaminado por el mercurio, necesario para la extracción del oro. La puerta de ingreso a este centro poblado, es un botadero del tamaño de un estadio de fútbol al borde de la carretera. La necesidad se observa en cada rincón.

HOMBRE DE MINA.- El poblador más antiguo de La Rinconada se llama Rafael Pari Chino. Tiene 72 años y ha pasado 60 dedicado al trabajo entre socavones.

“Es difícil vivir así. Pero gracias a esto tengo mi tienda y mi carro”, cuenta, quien tiene la piel curtida por el frio y se mantiene en actividad tomando una hierba andina llamada cañihua y se desintoxica bebiendo un tarro de leche por día.

- ¿Cómo llegó aquí?

- “Dejé el campo porque ya no me daba dinero. En esos tiempos todo era desierto, no había campamento minero, nos metíamos en cuevas y sacábamos el oro”, recuerda, mirando con una especie de añoranza las montañas que antes escaló y hoy son un difícil y escarpado rincón.

Rafael Pari es uno de los hombres que entre los años setenta y ochenta llegaron a La Rinconada con un espíritu aventurero. Campesino empobrecido y motivado por el rumor del oro glaciar en las alturas de un pueblo de los andes peruanos. Don Rafael -como las cientos de personas que llegaban hasta acá- buscaban en la tierra un poco de progreso. No les importó las condiciones climáticas extremas ni la altitud. Se quedaron y crearon un pueblo al pie de un glaciar que se volvió mitológico. Levantaron casas de aluminio y de material noble, colocaron tiendas, bazares y hasta paraderos de buses interprovinciales.

Hoy se ven hasta hostales y bares de mala reputación. Camionetas 4x4 que recorren sus difíciles caminos. Pero también pequeños restaurantes donde se ofrece ceviche y comida criolla.

En medio de este laberinto de casas que colocan letreros con la palabra “Oro” en sus puertas, la ciudad ha crecido hasta el punto que se ven nuevas viviendas en las partes más altas de los nevados. Hoy, seis décadas más tarde de la llegada de los primeros pobladores, ellos continúan allá, con las mismas esperanzas con las que llegaron: el sueño del dorado lo quieren hacer realidad.

“Soy el último de mi generación”, insiste don Rafael. “Ya todos los que llegaron conmigo están bajo tierra, se murieron. En un principio no conseguí ningún ‘cachorreo’ pero después todo mejoró”, insiste con orgullo y rodeado de su esposa y una de sus hijas, que lo miran con la atención de un héroe, de un sobreviviente.

Pero vale detenerse un momento. Cuando don Rafael habla de ‘cachorreo’ se refiere a una práctica ancestral que permanece en la minería informal. Los trabajadores operan en la mina durante una semana y sacan todo el oro posible para su empresa contratista. Aunque no cobran un salario, obtienen como recompensa un día de trabajo para que ellos puedan extraer todo el mineral que puedan.

Esa es su ganancia.

“Así ganamos nuestra chispita de oro”, vuelve a intervenir orgulloso don Rafael, metro 55 de estatura, piel cobriza y cuarteada y con un uniforme de minero que parece nunca se lo saca.

TIERRA DORADA.- Cuando se habla de dinero, los mineros son cautelosos. Cuando se les pregunta por sus ingresos, pueden mirarte con duda, con una desconfianza nacida por el incremento de la inseguridad en el lugar. Entonces, prefieren ser evasivos. Pero cuando entran en confianza se animan a hablar de cifras aproximadas.

Un minero puede ganar cinco mil soles al mes y libres de impuestos. Otros menos afortunados pueden llevarse mil. “¿Por qué crees que siguen acá?”, se pregunta Salvador Ramos, gerente de seguridad ocupacional de la Corporación Minera Ananea, empresa que alquila las zonas de exploración a 470 operadores mineros, los mismos que tienen a su cargo a 30 mil mineros.

Pero lo cierto es que para obtener mayores ganancias, ellos trabajan las 24 horas y arriesgan sus vidas. Hace unos días, tres de estos trabajadores, murieron sepultados en el nevado Riticucho, que acoge a La Rinconada y al centro poblado Lunar de Oro. Fallecieron por escalar las alturas de la montaña y cavar sobre el hielo.

RUEDA DE LA FORTUNA. Para ganar más hacen largas jornadas durante los siete días de la semana. Suben a las montañas, ingresan a las bocaminas y caminan dos kilómetros hacia el interior del nevado. En estos socavones la temperatura es de cero grados y -en varios casos- el techo y el suelo es de hielo. En otras minas, ya hay caminos aplanados con los techos apuntalados con columnas de madera, fierro y metal, para asegurar la vida de los trabajadores.

Al interior de estas cuevas, los mineros hacen perforaciones, detonan dinamita para debilitar la tierra y siguen picando la veta para extraer el mineral. Luego llevan lo extraído a los trapiches -una especie de moledores de piedra- donde mezclan el material con el mercurio y así ver cómo nace el dorado metal para, finalmente, ser llevado al acopiador y recibir el tan ansiado dinero.

Todo este trabajo artesanal sucede en Perú, país que se coloca como el quinto productor de oro en el mundo, por debajo de países como China, Rusia y Estados Unidos.

RINCÓN DEL ABANDONO.-

En esta zona del altiplano peruano el oro suena a una aburrida palabra de esperanza. Los pobladores acusan que lo único que brilla en este lugar es la ausencia del Gobierno. En su posta médica -según testimonio del fotógrafo de este reportaje- existe una camilla llena de polvo y se ven papeles manchados de sangre en el piso. Allí, los niños se atienden por sus malestares estomacales o infecciones que se originan por la contaminación que contraen por los residuos sólidos y el agua contaminada. Este centro médico no atiende situaciones de emergencia, así que los pacientes de gravedad deben viajar hacia la ciudad de Juliaca, a tres horas de La Rinconada, si es que sufren un grave accidente.

Pero no queda allí. En la municipalidad de La Rinconada se habilitó un espacio para la comisaría. Aquí debería haber 60 efectivos, pero solo hay cuatro agentes con el gesto de aburridos.

“Tres patrulleros para resguardar la ciudad y tres ambulancias para nuestros enfermos, no son suficientes para una población de 70 mil personas”, reflexiona el alcalde del centro poblado La Rinconada, José Mamani, consciente de la inseguridad que se vive en este lugar.

“Matan a nuestros esposos, les roban por llevarse su ‘cachorreo’ y nadie hace nada”, denuncia Juana Visa Huarsaya, una pallaquera de La Rinconada.

Las pallaqueras son mujeres que buscan chispas de oro entre los minerales que han sido arrojados como desechos en el campo abierto. Ellas pueden ganar unos dos mil soles, pero jamás entrarán a una mina ya que -según su visión- podría traer mala suerte.

Con un martillo y un cincel en la mano, Visa, afirma: “Estamos sin desayunar. Trabajamos en esto porque no hay trabajo. Yo quiero que desaparezcan las cantinas y los prostíbulos que hay acá. Nuestros esposos se malogran. Pero parece que a nadie le importa”, insiste con su denuncia.

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