“Donde el Marañón rompe las cordilleras en un voluntarioso afán de avance, la sierra peruana tiene una bravura de puma acosado”; así empieza una de las novelas indigenistas más importantes de nuestro país. Ese lugar se llama Calemar.
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Desde que leí la novela, “La serpiente de oro” de Ciro Alegría nació en mí el interés por conocer Calemar, donde se desarrolla la obra literaria. Tres veces lo intenté. Cuando la carretera desde Huamachuco llegaba hasta Pucara traté de llegar caminando, pero los 39 kilómetros que me faltaban eran muchos y desistí. En otra oportunidad llegue a Calemar al anochecer procedente de Bambamarca luego de cabalgar seis horas. La única movilidad que me podía llevar a Huamachuco partiría a las 6.00 de la mañana así que mi permanencia fue muy breve.
La tercera vez fue diferente. Acompañado por catorce alumnos partí de Trujillo a las 8:30 de la noche. A la 1:30 a.m. del nuevo día ya estábamos en Huamachuco y, media hora después, en dos vehículos más pequeños partimos a nuestro destino. A las cinco y media cruzamos el recientemente inaugurado puente sobre el río Marañón, ¡estábamos en Calemar¡
A las ocho de la mañana salimos en busca de desayuno. Las calles son senderos que cruzan huertas de frutales y plantíos de coca confirmando la descripción que Ciro hace del lugar pese a que han transcurrido muchos años desde que la novela fuera publicada en 1935.
Mientras “bajaba” al pueblo esperaba encontrarme con las Lucindas y las Florindas. Entre los mayores me parecía ver al viejo Matías o a su esposa doña Melcha y entre los jóvenes, a sus hijos el Arturo y el Rogelio.
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Se nos acercó don Juan Sánchez, el presidente de la comunidad campesina, invitándonos a su local comunal. Por el calor reinante, preferimos conversar en la placita del lugar. Don Juan nos dijo que éramos el primer grupo organizado de universitarios que llegaba a Calemar en toda su historia. ¡Qué gran honor!
Fue emocionante visitar la casa que habitó el novelista cuando se escondió en este lejano lugar luego de participar en la revolución aprista de 1932. Su cabeza tenía precio. En aquellos tiempos, Calemar estaba a tres días de Huamachuco y dos más de Trujillo.
La casa se encuentra a una cuadra de la placita del pueblo ocupando un predio adquirido por la Municipalidad distrital. Lo que fue la huerta y la chacra ahora son dos lozas deportivas; al lado de ellas aún se mantienen las paredes de tapial y muros hastiales.
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Al pie del río Marañón encontré los restos de una balsa. Me imaginaba ver a esos troncos cruzando el ancho río pasando a los viajeros, “con las rodillas dobladas como para orar, afirmándose en los intervalos de los maderos”. En las aguas tranquilas del río me pareció ver al Roge nadando de orilla a orilla, “hendiendo el agua con el hombro en función de quilla”. Por el fuerte calor le encontré sentido al comentario del Arturo, “el sol le rajaba las espaldas con su fusta implacable”.
Al atardecer emprendimos el fatigoso viaje de regreso. Miré atrás para despedirme de la “serpiente de oro” y a mi corazón llegaron los versos del antiguo cantar de los calemarinos: “Rio Marañón, déjame pasar: Eres duro y fuerte, no tienes perdón.
Rio Marañón, tengo que pasar: Tú tienes tus aguas, yo mi corazón”.