“¡No me maten, por favor!”, suplica Pedro Carhuatanta. Está bocabajo, tiene ambas manos en el cuello y sus labios besan el oro extraído. “¡No me hagan daño! Yo soy un trabajador. No sé en qué problema están metidos los dueños”. El sicario movió uso sus dedos: una bala muerde la columna de Pedro. Los sicarios corren y lo arrastran de las piernas hasta un hueco que sirve para depositar el deshecho de la mina. Las piedras le rasgan la corteza de sus codos, de sus piernas y de sus rodillas. “¡Perdónenme la vida, por favor! Tengo una madre diabética que necesita de mis cuidados”.
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Y a unos diez pasos, Carlos Vásquez, compañero de Pedro, está doblado hacia dentro como un feto, los brazos laxos los tiene contraídos contra la cabeza para cubrirse de los puntapiés. Ahora, un asesino lo arrastra del cabello, lo pone de pie y lo ahorca con el antebrazo, y el otro le tira puñetes en el pecho, en las costillas y en el rostro. Tiene los huesos de la mano cansados de tanto chocar contra el hueso del pómulo, de la mandíbula y de la frente. Usa la pistola. Cacha del arma contra la parte baja de la cabeza y cabeza que revienta. Cabeza que revienta y sangre que baña. El criminal que lo sujeta es alérgico a la sangre, lo suelta para no ensuciarse. Ahí aprovecha Carlos y corre por las escaleras que da a la superficie terrestre, sus trancadas y su velocidad son un calco de los movimientos del guepardo. La huida del cautivo ocasionó que los forajidos pongan mirada en fuga y terminen su coreografía criminal.
“¡No me dejen! ¡Sáquenme de acá! Se lo pido por Dios”, gritó Pedro. Pedro intenta arrastrase como un gusano y las piernas no le responden, no lo siente. Con la palma de su mano hace presión al hueco para evitar el desangramiento, pero la sangre sigue saliendo como un potro salvaje. El silencio le destiñe la esperanza y lo lleva a refugiarse en el último hilo de vida: Dios. “Diosito, ayúdame. No me dejes morir, soy muy joven”. Pedro habla con Dios, pero es inútil: su piel se enfría. Se muere y él es consciente de eso. Se entrega a los brazos perversos de la muerte y de pronto escucha una voz pastosa que le dice: “Ya estoy aquí, manito. Te voy a sacar vivo. No te duermas. Resiste, manito. Vas a vivir”. Aletea los párpados de Pedro, pero no distingue si es real o es alucinación.
Todo esto ocurrió en el nivel cero del socavón de la mina artesanal de Luis Ángel Briceño Vargas.
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Así operan
Los culpables del cobarde ataque son de la patria del crimen: Trujillo. Así lo hacen saber en sus llamadas y mensajes de WhatsApp. “Te hablo del Cerro del Porvenir”. “Silvia, te voy a dar una oportunidad de que salgas de la mina, si no lo haces, voy atentar contra tus hijas… Tú sabes cómo nos estamos matando en El Porvenir y en todo Trujillo”. “Soy el parcero y te vengo a notificar que saques la vuelta de la mina, si no te voy a salir matando y quéjate donde chucha quieras porque a mí todos los vagos de Trujillo me conocen”.
¿Y cómo llegaron las bandas trujillanas a Algamarca, al ‘culo de la sierra’, como lo diría un cabecilla de La Jauría?: “Los empresarios y los dueños de las minas nos buscan, nos llevan a su monte. Nosotros no conocemos la zona, ¿entiendes? Y, claro, cuando revienta el chupo, hay muertes, hay balaceras, al vago lo ponen al centro y el otro pasa piola, ¿no?”.
Y no falta a la verdad. En Algamarca, el que los contrató fue Luis Miguel Varas Chávez. Así lo dice el informe policial y el sobreviviente de la balacera. “Yo vi a gente del señor Luis Varas, tenían puesto el chaleco de su empresa. ‘El Combe’, se leía grandazo”.
El carbón del conflicto se encendió a mediados del 2021, cuando Luis Varas Chávez empezó a realizar actividad minera en un área que no le correspondía, según la información reportada. Luis Briceño Vargas denunció esto en las autoridades competentes. Recurrió a la Asociación de Mineros Artesanales San Blas de Algamarca (Amasba), luego a la Dirección Regional de Energía y Minas (Drem), la cual emite tres resoluciones directorales: “iniciar procedimiento administrativo sancionador contra el denunciado Luis Miguel Varas Chávez por encontrarse realizando actividades mineras fuera del área consignada en su Instrumento de Gestión Ambiental para la Formalización de Minería (Igafom)”.
Luis Varas contrató a individuos de dudosa reputación para invadir la zona minera. En su defensa alega que ha contratado agentes de seguridad para evitar que le roben el mineral y la policía de la zona los dejan circular, aunque la ley diga que la licencia que porta un vigilante es la L4 de uso exclusivo de armas cortas y no para las que usan ellos: AR-15, Escorpión, AKM y AK-47.
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Buitres y parqueros
Luis Briceño teme por su vida y que Algamarca se vuelva una tierra feroz como Pataz. Ahí todos los días la sangre baña a los cerros y discurre hasta el Marañón. A veces los muertos lo ponen ‘Los Buitres’ y otras la gente de ‘Los Parqueros’. Según el diccionario de la lengua delincuencial, buitres: dígase a los agentes de seguridad de las empresas mineras. Parqueros: empresario de la mina informal, contrata a delincuentes que les está saliendo sus primeros dientes de leche en el hampa y los envían a la candela, a robar, pero no los manda solos, los envía con sus chalecos, con bandidos ranqueados de Trujillo.
¿Y qué une a Algamarca y Pataz? El anillo por donde pasa todo el oro: Huamachuco. Los mineros artesanales se descuelgan a Cajabamba y caen en Huamachuco. Y en esa interminable ruta del oro, los policías se les acercan a los camiones como un becerro a la ubre, los ordeñan sin asco, piden coima para dejarlos pasar, afirma más de un minero. “Cada carro tiene que tener una bolsa de 25 mil soles para ir repartiéndolo en todo el trayecto. Todas las comisarías muerden”, señala un minero.