Hace una década, el mundo musulmán vivía la llamada Primavera Árabe, un movimiento prodemocracia que había puesto en jaque a dictaduras tan longevas como la del egipcio Hosni Mubarak —derrocado en febrero de 2011— o el libio Muammar al-Gaddafi —ejecutado en octubre de ese año—. En Siria, las protestas también florecieron, y el día 15 de marzo de 2011 fue el punto de inflexión. Miles de personas salieron a las calles de ciudades como Damasco, Alepo o Deraa para manifestarse contra Bashar al-Assad, quien había heredado el poder de su padre, Hafez al-Assad, dictador desde 1971 hasta su muerte en 2000. Así comenzó una de las guerras más devastadora del presente siglo.
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Al-Assad respondió con la fuerza a las manifestaciones, que se prolongaron por semanas y meses. Las detenciones, torturas y asesinatos de manifestantes llevaron a una insurrección armada que tomó forma en julio de 2011, con la creación del Ejército Libre Sirio, compuesto por disidentes de las FF.AA. y voluntarios, el grueso perteneciente a la rama suní del islam. El factor religioso jugaría un rol clave en la definición de alianzas cuando los actores internacionales eligieron sus bandos. Países de mayoría suní como Turquía y Arabia Saudí apoyaron a los rebeldes, mientras que milicias chiíes, como Hezbolá (grupo respaldado por Irán) se pusieron de lado del Gobierno sirio, el cual se profesa laico pero es controlado por chiíes.
Pronto el conflicto se volvió más complejo, sobre todo cuando aparecieron grupos yihadistas suníes en escena; entre ellos, el Jabhat al-Nusra (vinculado a Al-Qaeda) y el Estado Islámico (EI). En setiembre de 2014, una coalición internacional liderada por EE.UU. comenzó a atacar objetivos de ese último grupo terrorista, que para inicios de 2015 controlaba un tercio de Siria. En la lucha de Washington contra el EI sería fundamental el apoyo de los kurdos, pueblo que busca su autodeterminación pero que está en conflicto con Turquía, aliado de EE.UU. en la OTAN.
En un escenario bélico con varios frentes abiertos, el régimen de Al-Assad parecía ir perdiendo control del país. Eso cambió en 2015, cuando Rusia entró en la guerra a su favor. Moscú tiene una larga relación con la familia Al-Assad desde la era soviética, además de intereses estratégicos. Uno de ellos es hacer del puerto sirio de Tartús una base naval permanente, que le dé a Rusia presencia en el Mediterráneo.
Con apoyo militar del Kremlin, el régimen sirio comenzó a reconquistar uno a uno los principales bastiones rebeldes. En 2016, tomó Alepo, considerada antes de la guerra la capital económica siria. En 2018, se apoderó de la Guta Oriental, a las afueras de Damasco. Para entonces, las principales ciudades del país yacían en ruinas. Los daños alcanzaron urbes históricas como Homs (antes llamada Emesa), famosa por el culto a Baal, dios del sol, y por haber sido lugar de nacimiento del emperador romano Heliogábalo. Otros atentados al patrimonio cultural se vieron en sitios como el Crac de los Caballeros —fortaleza cruzada del siglo XI, cuya fama de inexpugnable palideció ante los bombardeos— o la antigua ciudad de Palmira, cuyos restos fueron dinamitados por el Estado Islámico.
Tragedia humanitaria
Una década de guerra deja como saldo cientos de miles de muertos. De acuerdo con el Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH), una ONG con sede en Reino Unido, a diciembre de 2020 se había confirmado la muerte de 387,118 personas en el marco del conflicto, alrededor de 117,000 de ellas civiles. A esa cifra pueden agregarse cerca de de 88,000 personas asesinadas bajo tortura por parte del régimen de Al-Assad (responsable de la mayor cantidad de muertes), así como otras miles desaparecidas por los demás actores en la contienda, como los grupos yihadistas o las milicias rebeldes. En total, señala la ONG, el número de vidas perdidas se eleva a más de 590,000.
Entre las víctimas civiles, se han contabilizado 22,149 menores de 18 años. La Unicef, por su parte, emitió un comunicado con motivo de los 10 años de conflicto, en el cual alertó que “casi un 90% de los niños necesitan asistencia humanitaria, una cifra que ha aumentado un 20% solo en el último año”. Asimismo, la entidad de la ONU remarcó que los más jóvenes han sido usados como soldados. Unicef calcula que las fuerzas combatientes han reclutado a más de 5700 niños, algunos de ellos de tan solo siete años de edad.
El secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, también se ha pronunciado sobre la situación tras una década de guerra. “Es imposible comprender a cabalidad la extensión de la devastación en Siria, pero su gente ha soportado algunos de los mayores crímenes de los que el mundo ha sido testigo este siglo. […] La situación sigue siendo una pesadilla viva”, señaló al recordar las violaciones de Derechos Humanos, poblaciones sitiadas, ataques con armas químicas y otros horrores.
Producto de la tragedia, la Agencia de Naciones Unidos para los Refugiados (Acnur) estima que hay 6.6 millones de desplazados internos. Además, 5.6 millones de individuos han huido del país desde 2011, principalmente hacia Líbano, Jordania y Turquía, que albergan al 93% de los refugiados fuera de Siria. Otros han tentado suerte en Europa, muchas veces pretendiendo cruzar el Mediterráneo en embarcaciones precarias que terminan naufragando. La imagen de Aylan Kurdi, niño sirio de solo tres años de edad que apareció muerto en una playa turca en setiembre de 2015, es un crudo recordatorio de esa crisis.
Panorama hoy
El mapa de Siria se ha redibujado en 10 años. Hoy, según el OSDH, el régimen de Al-Assad controla aproximadamente 62.9% del territorio. Otro 15.7% está bajo dominio kurdo, mientras que Turquía controla un 4.9% y los rebeldes ocupan un pequeño espacio en la zona de Idlib (noroeste), donde también están afincados grupos yihadistas. Es un país fragmentado y sin visos de una solución diplomática al conflicto en el corto plazo. Turquía ya ha advertido que se quedará en Siria “todo el tiempo que sea necesario”. Su principal preocupación es mantener a raya a los kurdos, para lo cual no duda en usar a las milicias opositoras a Al-Assad, incluidos yihadistas. Rusia, por su parte, mantiene su apoyo al régimen.
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