Se acaba un año políticamente crispado. El 2020 traerá sus propios retos, empezando por las elecciones y la instalación del nuevo Congreso de la República. Si tuviera que pedir un deseo para este nuevo año es que nos podamos escuchar más, sin sentir la tentación inmediata de acudir a las etiquetas para evitar debates de fondo.

Se ha hecho costumbre - especialmente en redes sociales - desautorizar cualquier propuesta u opinión de acuerdo a las características que le achacamos al emisor del mensaje. Así, si alguien de derecha opina sobre economía, de inmediato es un “neoliberal” o un “facho”. O si alguien de izquierda habla de derechos laborales, otro sector lo llama “rojo” o “comunista”. Y automáticamente se anula la opción de entrar a discutir el fondo de lo que la persona estaba diciendo.

El etiquetar al otro se convierte en una estrategia efectista (pero bastante floja) para evitar tener que utilizar argumentos o esforzarnos en entender lo que la otra persona está planteando. ¿Es posible entendernos así? ¿Hay posibilidades de llegar a acuerdos?

Esto no quiere decir que no rechacemos con vigor aquellas ideas que busquen vulnerar principios básicos de la democracia. Tampoco quiere decir que debemos de aceptar como válidas valoraciones que van en contra de lo que la evidencia nos muestra. Nada de eso.

Lo que debemos buscar es un debate donde el disenso se produzca luego de escuchar al otro, luego de entender su postura y tener claro en qué se diferencia de la nuestra. Si logramos ello, será más fácil que de ese disenso salga luego - con mucho esfuerzo - consensos mínimos que nos permitan avanzar.