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El goce del poder produce un éxtasis incomparable, de otra manera quien lo detente querrá rápidamente deshacerse de él. Evo Morales, presidente de Bolivia, lo sabe muy bien. La más de una década que gobierna el país le ha generado, como a todos los caudillos que ha contado América Latina, la dificultad para dejarlo. El hombre de Estado es sensato y ecuánime cuando es capaz de asimilar que todo tiene su final. Cuando no lo hace pierde perspectiva y enseguida entra en colisión con la realidad. Evo no quiere dejar de sentirse importante y de ser el centro de la atención de toda Bolivia. No se da cuenta que ya lo es y de que incluso cuando se convierta en expresidente de su país, también lo será. Evo quiere mantener intactas sus prerrogativas para hacer o no hacer lo que convenga. Con la seudodiscrecionalidad de creer que nadie notará su camino hacia el socialismo que ha venido pregonando desde que llegó al poder -en primer lugar su propio partido político-, para lanzar la idea de seguir al frente del poder político, Morales se ha decidido por avalar su propia candidatura y eso sí que será un completo error. Evo se engaña, y se vale, además, del marco del IX Congreso Extraordinario del Movimiento al Socialismo (MAS), que acaba de lanzar su nueva postulación a la presidencia por cuarta vez consecutiva. Morales no termina de entender que el poder jamás es perpetuo sino, en cambio, circunstancial y efímero. Se quiere valer de mil argucias jurídicas, pero será un grave error pues no está respetando que la gente ha dicho en las urnas que el presidente ya no puede seguir al frente del país al terminar su mandato. Si insiste, puede terminar muy mal, como la inmensa mayoría de caudillos que se aferraron al poder en la región.