Cuando el pueblo se levanta es imposible contenerlo. El uso de la violencia lo enerva más, lo prepara para el siguiente golpe, lo endurece. Si algo nos enseña la historia de las revoluciones es que la voluntad de los pueblos es capaz de cambiar la historia en poco tiempo. Se ignora cuál es el resorte secreto, la tecla precisa que se emplea para invocar este espíritu particular, esta sed de cambio que desemboca en una acción colectiva capaz de revertir la situación del Estado. ¿Es posible dirigir esta pulsión? Sí, claro que es posible desatar un incendio, aunque la forma en que ese fuego provocado se extinguirá, el cómo y el cuándo, eso ya es historia distinta. Es más difícil de predecir. En general, son pocos los que pueden ponerle fronteras a la desesperación. Mucho menos en el Perú.
Sin embargo, los cambios no se producen con estallidos esporádicos o marchas circunstanciales. Los cambios tienen que cuajar en instituciones y ese es el auténtico problema que atravesamos en la actualidad. El Perú está desinstitucionalizado. Las instituciones han sido destruidas, sacudidas, maniatadas. El Estado de Derecho ha sido destrozado y las garantías conculcadas. En un escenario así, con un país profundamente invertebrado y un Estado debilitado por la guerra civil política, la acción colectiva abrirá una caja de Pandora de consecuencias imposibles de dilucidar. Pobre Perú, tan lejos de Dios y tan cerca de la anarquía.
Solo queda esperar que esta catarsis decante en la formación de nuevos liderazgos, de partidos reformados, capaces de solucionar los problemas en vez de agravarlos. Sí, la vieja forma de hacer política debe marchar a la tumba. Es hora de una nueva política, que gobierne sin miedo a ejecutar.