Es muy difícil, aún, saber cuál es el candidato presidencial que más se puede acercar a cumplir las brutales exigencias que el país tiene. En el abanico de opciones, abunda, lamentablemente, una hilera de posibilidades desesperanzadoras, que van desde cazafortunas de la política hasta depredadores soterrados y radicales de izquierda que camuflan en sus corazoncitos sus impublicables simpatías por Sendero Luminoso y el MRTA.

De ese grupo, el proceso ha expectorado a uno, Alfredo Barnechea, por razones de índole legal, pero otro, deberá perder cualquier posibilidad de ser elegido porque aunque siga en carrera, Alfonso López-Chau ha mostrado que alberga a un comunista impenitente, un personaje proclive a la revolución por la vía de las armas y cuya hostilidad y resentimiento prefiere disimular para guardar las formas democráticas.

López-Chau no ha sido terruqueado como maledicentemente intenta acusar y sus sobones –y sobonas– replican. Es inexplicable a estas alturas entender cómo un admirador de Víctor Polay Campos llegó a ser rector de la prestigiosa UNI.

Pero el otro expectorado de la contienda, Barnechea, también demuestra con su comportamiento arrabalero y sus exabruptos de beodo de cantina que su descalificación es oportuna y necesaria. El estadista que el país requiere no puede estar sumergido en el fango ruinoso de unas fundamentadas acusaciones de fraude y salir a pechar a los organismos electorales desenfundando sus iras y disparándolas al aire.

Si algo habrá que agraderle a diciembre es que nos ha despojado de un par de elementos que exudan una prepotencia, una ideológica y otra temperamental, nocivas para la democracia.