A finales del siglo pasado y comienzos del presente tuvimos una hegemonía de poder concentrado en el Poder Ejecutivo. Ello devino en una serie de hechos cuestionables que merecieron el repudio ciudadano y la cárcel de algunos actores políticos de la época. Posteriormente, durante el gobierno de PPK, el centro del poder se instaló en el Congreso con una mayoría absoluta de Fuerza Popular, lo que incrementó la confrontación entre ambos poderes.
Asumiendo la presidencia Vizcarra, rápidamente logró victimizarse etiquetando al Congreso de obstruccionista. Consiguió instalar la idea en la población de que el Congreso era el enemigo. La decisión del cierre del Legislativo estaba tomada. Era sólo cuestión de tiempo. Vizcarra, creyéndose invencible, se vacunó y subestimo al Congreso que terminó vacándolo, dando paso a Merino y luego a Sagasti, que incubó a un impresentable como Castillo, todos momentos de gran inestabilidad.
Castillo intento dar un golpe de Estado, es decir concentrar el poder para esconder la generalizada corrupción de su gobierno, sumiendo nuevamente al país en una grave crisis. Ello generó que Dina Boluarte asuma la presidencia, sus desatinos e incapacidad, y la falta de una bancada parlamentaria la obligan a otorgar espacios de poder al Congreso, a quien se reclama declare su vacancia, por practicarse una rinoplastia lo que habría generado “vacío de poder”. Un argumento tan débil es inaceptable para destituir a un presidente y conducirnos a una nueva crisis.
En nuestro modelo “presidencialista atenuado” el presidente es el eje principal del poder, pero se encuentra limitado por los controles parlamentarios dentro de un esquema de colaboración y coordinación entre los poderes, sin abusos ni excesos se genera estabilidad. No forcemos las normas. Aprendamos de nuestros errores.