De las principales características que posee el poder constituyente quiero detenerme en dos: su condición de inapelable y la quiebra jurídica que puede acarrear. Con relación a la primera, es cierto que su carácter de poder originario conlleva la potestad para cambiar la forma de Estado y gobierno, hasta suprimir o conferir nuevas atribuciones al Congreso y al presidente de la República, respectivamente, pero ello no significa que carezca de límites inmanentes como reconocer los derechos a la vida, libertad, igualdad y propiedad, fundamentados en la dignidad humana; así como garantizar los principios que inspiran a las comunidades políticas democráticas, como es la separación de poderes y la representación política. Por otro lado, dado que toda Constitución es la fuente de producción jurídica por excelencia, su sustitución mediante una asamblea constituyente quiebra el sostenido desarrollo jurisprudencial, productor de precedentes y principios, que ha generado la Constitución de 1993 como ninguna otra en doscientos años de historia republicana; afectándose la seguridad jurídica y predictibilidad en la administración de justicia.
Es cierto que existen otras características, pero sólo nos detenemos en las señaladas tratándose de una propuesta de asamblea constituyente sin contenido político, social y jurídico que se explique con sólidos argumentos, es decir, sin concretas propuestas de cambio y ajustes que, de proponerlas y argumentadas, bien podrían ser discutidas bajo el procedimiento de reforma constitucional previsto (artículo 206 CP). Por eso, convocar una asamblea constituyente en democracia supone una propuesta concreta de cambios tan profundos como radicales, exige darnos explicaciones convincentes sobre lo que sus promotores quieren y en qué aspectos la Constitución vigente se opone a su pensamiento; por eso, ante el silencio sobre sus propuestas de cambio, nos encontramos ante una iniciativa irresponsable que más parece un salto hacia el vacío.