La política es el motor del Estado. Sin política es imposible gobernar. De la misma forma en que la politización absoluta promueve la destrucción de toda reforma (porque el criterio del poderoso no es necesariamente un criterio técnico), la ausencia de política condena al Estado a la inercia y la debilidad. Un Estado sin política es un Estado inmóvil, un aparato administrativo que reacciona condicionado por sus enemigos, sin capacidad para delinear objetivos concretos a mediano y largo plazo. La inmovilidad del Estado en un país subdesarrollado como el Perú es un problema vital de primer orden porque facilita la construcción de un liderazgo radical que puede vencer electoralmente. En efecto, la ausencia de política equivale a la derrota del Estado. Y en el umbral de esa derrota nos espera la antipolítica, el radicalismo, la farsa de la revolución.

El retorno a la política es un objetivo de todos aquellos que buscan frenar la irrupción del radicalismo y consolidar el proyecto republicano en el país. Entendemos este republicanismo como uno enraizado en lo mejor de la tradición peruana, esto es, un republicanismo valorativo, sintético y peruanista, distinto del que propone la república socialista, en el que una ideología impone su proyecto de poder por encima de las mayorías. El Estado inmóvil siempre ha sido reemplazado por un Estado totalitario en el que el movimiento es sinónimo de violencia física o moral.

Por eso, si queremos evitar que en cuatro años nos inunde la antipolítica radical y maniquea, tenemos que optar por el retorno de la política al gobierno. Y la política, parece ser que algunos lo olvidan de manera conveniente, siempre es una reacción dialéctica de amigos y enemigos, de tesis, antítesis y síntesis. La unidad de la síntesis implica siempre que las guerras ideológicas se tienen que ganar.