Me dices que llevas una hora y media haciendo cola para fedatear el duplicado de uno de los documentos que te piden para renovar el otro papelito, este sí indispensable para vivir. Te enfadas, frunces el ceño, meditas sobre la situación de la administración pública y concluyes, con cansancio, que el país no tiene remedio, que lo único que queda es emigrar. Contemplas la larga fila de los que soportan estoicamente el sol limeño, tan traidor como nuestro clima y, de pronto, una idea se abre paso en tu memoria: hemos vuelto a los ochenta.
Algo de cierto hay en tu inferencia. El crecimiento desbordado del Estado, la anomia social, la crisis galopante que se cierne sobre nuestras cabezas, y la fractura entre el campo y la ciudad son notas de una coyuntura parecida. Con todo, las diferencias también son enormes. Lo cierto es que en lo esencial no te equivocas, el Estado vuelve a percibirse como un mastodonte ineficiente. La idea del radicalismo es que el Estado se presente, al menos, como un ogro filantrópico, capaz de repartir dinero y recursos, puestos y prebendas, con el fin de consolidar un aparato político capaz de resistir a la oposición. Sin embargo, la implementación de esta básica intuición revolucionaria colisiona con la calidad de sus cuadros, con la incapacidad de sus operadores y con la propia realidad, que rechaza una y otra vez a toda ideología radical.
Volvemos a la burocracia desbocada, al estatismo estéril, a la cultura del derroche y la lentitud. Te comprendo cuando me miras y dices: “la vida es eso que se pasa mientras haces una cola absurda para un trámite que no tiene sentido”. Mujer, eso es el Perú.