Toda la moderna educación del carácter parte de una premisa básica: la formación de la personalidad en valores concretos es lo esencial en el proceso educativo. Es decir, que más importante que obtener una buena nota es saber distinguir qué es bueno y qué es malo y actuar en consecuencia. Discernir y actuar. Así, la educación del carácter rescata la vieja noción aristotélica de eudaimonia, esto es, la formación para el auténtico florecimiento del espíritu humano. Los defensores de esta nueva metodología, enraizada en el pensamiento clásico, sostienen que si los educadores formamos el carácter de los estudiantes todo llegará por añadidura. Las buenas notas también.
Y es cierto. La buena educación forma el carácter personal y construye el bien común. Los defensores de la educación del carácter sostienen, con acierto, que lo esencial del proceso educativo no radica en la performance curricular de los estudiantes, sino en su formación para el desarrollo moral, pues esto asegura la mejora de la sociedad. En efecto, una persona con carácter tiende a servir a los demás, no a servirse de su prójimo. Construye una escala de valores que fomenta la disciplina y desarrolla virtudes concretas que repercuten positivamente en su entorno, desatando una revolución del comportamiento que transforma la sociedad. La virtud es expansiva, decían los romanos. Tal vez por eso su hegemonía duro tantos siglos. Construir y destruir el carácter es tarea que dura mucho tiempo.
Pienso en el Perú y en el servilismo que demuestra cierta elite ante el poder de turno. El servilismo, el decoratismo, la fatal arrogancia de sentirse aliados de un poder efímero han condenado al país a la secesión política. O formamos el carácter de los jóvenes o caeremos en eso que Riva Agüero llamo “la triste procesión de las larvas grises”. Es decir, el triunfo de la mediocridad.