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Voy a contar una historia, porque a veces, en días como hoy en los que no he podido dormir, la Historia sirve para jugar un poco. Un día como hoy en 1944, en las playas francesas del Canal de la Mancha, se daba el Desembarco de Normandía. El Día D. Era el todo o nada que cambiaría la historia del siglo XX.

Por Gastón Gaviola ()

Las Fuerzas Aliadas ingresaban a Europa para liberarla de la oscuridad. Un sicópata y asesino que había llegado al poder amparado en las urnas pretendía conquistar el mundo, como los malvados de los dibujos animados. De la manera más vulgar y descarada. Contaba en sus cuadros lo mismo con homicidas enloquecidos y cegados de poder, que con estupendos técnicos y mandos militares -Karl Dönitz liderando las jaurías de lobos submarinos y el genio de Erwin Rommel, el zorro del desierto, habrían hecho maravillas de estar bajo el mando de un hombre decente- y con ellos pretendía quedarse en el poder en un reinado que durara mil años. Así, literal.

Entonces las grandes potencias, los imperios oligárquicos que regían el mundo con mano de hierro cada uno dónde tenía influencia y poder dijeron, okey, esto no puede ir más. Que fueran un grupo de paladines que se unieron para derrotar al mal en plan La Liga de la Justicia a estas alturas no se lo cree nadie que haya abierto dos libros en su vida. Un imperio se sostiene a base de sangre, de dinero y de poder y vaya que los estaban aplicando, con el adicional de que si podían se metían cabe en el camino entre ellos, de paso.

Pero lo de la pobre, venerable Europa se estaba pasando de vueltas. Así que por una vez en su perra vida decidieron ponerse de acuerdo. Los Aliados contra el Eje. Y el mundo esperó, pendientes todos de un hilo. Y apostaron todas sus fichas a ese 6 de junio; que bueno estaba creerte conquistador, pero no así. Nunca así, compadre. Y se juntaron a pesar de sus diferencias. Y pelearon y murieron.

Los imperialistas ingleses y norteamericanos con toda la logística y armas que su dinero podían comprar. Y los buenotes de los canadienses que sentían que era lo correcto en ese momento. Los franceses de la Francia Libre y los voluntarios polacos que querían recuperar la dignidad arrebatada. Y los partisanos belgas y la resistencia holandesesa. Incluso los italianos que juran que vieron la luz al final del túnel metieron mano en el estofado (los españoles seguían lamiédose las heridas y tratando de poner la casa en orden luego de la desgracia de su Guerra Civil). Hasta el Ejército Rojo, los comunistas que horrorizaban al mundo libre, dijo que chévere, que ellos también harían lo suyo, pero desde el otro lado. Que el enemigo de mi enemigo, es mi amigo. Aunque sus intereses eran bien distintos, su meta era la misma.

Y fueron y lucharon. Todos. Como un puño de cinco dedos. Y ganaron, aunque por muy poco. Y aunque al día siguiente de descabezada la bestia volvieron a tirarse los platos por la cabeza unos contra otros -y el mundo no sería ni un lugar ni mejor ni peor, pero seguiría siendo el mundo, al menos-, por esa vez el mal mayor había sido conjurado. Ya habría tiempo después de ajustar las cuentas privadas y las rencillas viejas en casa (y créanme que si algo enseña la Historia, es que esas cuentas siempre llegan a la mesa para ser cobradas).

Con ese ánimo me desperté hoy. Con ganas de recordar el Día D. La foto es de Robert Capa y la tomó desde una lancha de desembarco mientras tocaba tierra rodeado de los soldados Aliados que protagonizaron el Desembarco de Normandía; él era un periodista que creía que para contar la historia hay que meterse en ella.

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