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Vaya que Fidel Castro despierta pasiones extremas. En estos días, tras su deceso, han aparecido en redes y plazas grupos de seguidores suyos que admiran y admirarán al tirano. Pensé encontrar más detractores, entre los que me sumo, pero he visto, tristemente, que la cosa está dividida. Líder máximo, revolucionario, que “liberó” (sic) a Cuba (un argumento de los 50), que sobrevivió al imperio yanqui y un par de desquiciados etcéteras. En ese coro está, para variar, la izquierda local. Los que le gritan dictador a Fujimori y a Pinochet, hasta quedar sin aliento. Si les quitan su devoción a Castro, da la impresión que adecentan la política en contra de las dictaduras; lo que se aplaudiría a rabiar. Pero venerar a Castro y repudiar a los otros dos tiranos, no te hace más; al contrario, te convierte en un cínico de marca mayor.

Las cifras que recoge Oppenheimer son aleccionadoras: “Los arrestos políticos documentados se han disparado de 6424 en 2013 a 9125 en lo que va de este año; Castro fue responsable de 3117 casos documentados de ejecuciones y 1162 casos de ejecuciones extrajudiciales”. Esto, sin contar el recorte absoluto de toda libertad en la isla, ninguna elección libre en 57 años y demás abusos que, en los casos de Fujimori y Pinochet, se reportan como un abuso internacional digno de todos los paredones.

Tras la muerte de Castro, la izquierda no defiende principios; alaba dictaduras. Castro y Pinochet merecen el mismo infierno, a donde irá Fujimori cuando muera. Las dictaduras se repudian todas por igual. Una raya más al tigre sinvergüenza que es, en suma, la izquierda.

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