Solemos lamentarnos y rasgarnos las vestiduras cuando contemplamos la ferocidad con que se extiende la violencia entre nosotros. Lo que todos los días sucede en las calles del país nos interpela duramente, pero las preguntas que nos hacemos sobre ello versan sobre las consecuencias (¿por qué morir de manera absurda?, ¿por qué el Estado no responde?, etc.) no sobre las causas de lo que nos sucede. El miedo a contemplar la raíz de nuestros problemas es uno de los viejos vicios del país. Temblamos ante nuestra propia desnudez. Lo cierto es que si no vamos a la raíz de los problemas nunca los vamos a solucionar.
Intentemos una tesis. Hay violencia generalizada o la violencia se ha extendido porque hemos debilitado el entramado institucional. O, lo que es lo mismo, hay violencia porque hemos castrado al Estado. Tal vez suene exagerado, pero exagerada ha sido la intención de liquidar el principio de autoridad estatal. Por un lado, el Estado peruano, en teoría imparcial y predecible, los últimos años se transformó en un instrumento de persecución política donde el Derecho fue violentado según la conveniencia de ciertos grupos de poder. Siendo así, con las leyes por los suelos, el Estado se debilitó. Capturarlo culturalmente, que era la intención de los gramscianos, ha dejado de ser el objetivo político esencial. Un Estado enclenque se rinde totalmente ante una vanguardia revolucionaria plenamente articulada.
Eso ha sucedido. La debilidad del Estado es la fortaleza de los revolucionarios. Este principio de teoría política ha sido aplicado sin mayores barreras los últimos años. Nos quejamos de la violencia, nos rasgamos las vestiduras, imploramos una solución sin comprender que somos el origen del problema. Pedimos algo que hace cinco años empezamos a destrozar.