La infección de la corrupción se extiende a toda nuestra sociedad y desnuda los vicios de nuestra clase dirigente. La infección se presenta como una pandemia moral, la crisis que padecemos tiene una clara raíz ética. Odebrecht es la prolongación material de la crisis, su signo visible, pero la crisis institucional del país solo puede comprenderse si analizamos la forma en que el relativismo ha penetrado en la política peruana. La política relativista ha mediatizado los principios y derribado los valores. 

La corrupción nace del debilitamiento de la fibra moral del Perú producto de esta política relativista que busca de manera consciente polarizar a la población mediante la introducción de ideologías foráneas que disuelven el tejido social de la nación.

Esta introducción de ideologías foráneas y disolventes provocará el paulatino debilitamiento de las instituciones y el surgimiento de movimientos populistas y relativistas que pondrán en peligro el equilibrio que necesita todo buen gobierno. La lucha cultural de los próximos años girará no solo en torno al eje económico, que de por sí ya presenta un pronunciado declive. La dimensión de la persona misma, su dignidad, sus derechos naturales y el modelo de sociedad por el que apuesta el Estado serán puestos a prueba en una lucha desatada por una agenda ideológica que cuenta con el respaldo de la mayor parte de los medios de comunicación y la clase política. Una vez más, el Perú es testigo del divorcio entre su clase dirigente y el pueblo de a pie. Estos divorcios son los que facilitan el surgimiento de caudillos iluminados o de simples improvisados. En todo caso, los ciudadanos terminan perdiendo.

Mientras nuestra clase dirigente abraza el dengue del relativismo, el pueblo exige principios sólidos y la medicina de los valores familiares. El que comprenda este punto ganará cualquier elección.