Solo tres fechas asoman comparables con la debacle nacional de haber perdido el repechaje frente a Australia en el ahora aciago 13 de junio reciente. La primera, por orden cronológico, fue la derrota de Perú frente a Argentina, en Buenos Aires, el 17 de noviembre de 1985, cuando a escasos 9 minutos para que terminase el partido, Ricardo Gareca logra el gol del triunfo que nos saca de México 86 y nos envía al repechaje.

La segunda tragedia deportiva no pertenece al ámbito futbolístico. La final perdida en voley en las Olimpiadas de Seúl frente a la selección de Rusia por 3-2, el 29 de setiembre de 1988, nos dejó una de las medallas de plata más dolorosas de la historia del deporte. Un trauma para varias generaciones que golpeó el sentimiento nacional como pocos hechos en la historia.

Luego, el 12 de octubre de 1997, el  4-0 de Chile en Santiago que nos deja fuera de Francia 1998 causó también una conmoción general y un sentimiento de resentimiento por la hostilidad y la violencia ejercida contra la selección de Juan Carlos Oblitas, que merecía largamente asistir a la cita mundialista. Este lunes el fracaso de la selección peruana dejará también una cicatriz profunda en la psicología histórica del Perú.

Ayer, martes, vivimos en todos los ámbitos del país, en todas las clases sociales, en todos los espectros ideológicos, un clima de pesadilla, un ambiente de funeral, una tristeza indomable en el otro polo de la felicidad y la algarabía que nos hubiese unido si se lograba el objetivo, en un país de tan pocas referencias de triunfo y con tan pocos elementos que lleven a la unión.

No estuvimos a la altura y faltó jerarquía. La eliminación está justificada pero ayer, tras la derrota por penales, la desazón fue tan descomunal como la expectativa y la ilusión previamente generada. ¿Qué concluimos? Que pasará este evento como los anteriormente narrados, dejará una cicatriz profunda en el alma de un país que urge de estas alegrías pero el problema clave es que no aprovecha estas debacles para que el deporte en general y el fútbol en particular se transforme -se requiere casi una revolución- y logre un nivel que le permita competir a nivel internacional. Esa es la verdadera tragedia, que las derrotas no nos suelan servir para nada.