Donald Trump es el 47° presidente de Estados Unidos, reiterando el ofrecimiento de deportaciones masivas, negacionismo climático, la compra de Groenlandia y control del Canal de Panamá, con lo que pretende retomar su rol de potencia hegemónica.
La política exterior estadounidense mantiene la continuidad, sean demócratas o republicanos, quienes lleguen a la presidencia. Los actos previos de Joe Biden se inscriben en ella. La tregua, precaria, entre el Israel de Netanyahu y Hamas por Palestina, expresa el fracaso frente a los propósitos de eliminar a los palestinos y a Hamas de la Franja de Gaza pese al asesinato de cerca de 50 mil personas y la destrucción de la infraestructura civil, hospitales, escuelas y viviendas. Las llamadas “democracias” se mantuvieron impávidas frente al evidente genocidio, en una guerra desigual.
Asimismo, el 14 de enero el gobierno saliente de Biden excluyó a Cuba de su lista de países patrocinadores del terrorismo en la que estaba sin prueba alguna, aunque se mantienen el embargo y bloqueo económicos. Esta medida solo busca no aislarse de potencias emergentes como los BRICS y América Latina.
Trump planteó poner fin a la guerra en Ucrania, a fin de no terminar como perdedor frente al avance político y económico evidente de otras potencias. EE.UU. es un imperio en decadencia y eso lo vuelve peligroso para el mundo, sobre todo si “reclamará su lugar como el país más poderoso y respetado de la Tierra”, según Trump.
Ha llegado a la presidencia estadounidense la antipolítica, la prepotencia y la antidemocracia. Es más, ha llegado a gobernar una sociedad y Estado en deterioro pretendiendo ignorar que el mundo avanza rápidamente a la multipolaridad.