Las protestas indígenas en Ecuador son de temer. Llevan 10 días jaqueando al gobierno del presidente Guillermo Lasso que, para neutralizarlo, se ha decidido por el estado de excepción hasta en 6 provincias. Su fuerza no solo ha puesto en aprietos a gobiernos anteriores, sino que consiguieron la caída de varios mandatarios.
De los 17,7 millones de hab. que tiene nuestro vecino norteño, más de un millón son indígenas y su capacidad de paralizar al país no puede ser soslayada. Pero siendo el problema indígena un asunto histórico jamás resuelto por los gobiernos de Quito y tampoco por ninguno de los países de nuestra región, la manera cómo se ha venido tratando ha sido con vocación de parche sin entrar en la profundidad de su complejidad más que bicentenaria que persiste.
De allí que verlo circunstancialmente, es decir, por el solo caso del alza del combustible, que por cierto ya es relevante, encareciendo la vida de los indígenas, es lo mismo que asumirlo como problema parcial y limitado. La realidad es que nunca se ha abordado desde una perspectiva de política de Estado y ese ha sido el mayor óbice para solucionarlo. Su vulnerabilidad fue tomando forma en el tiempo hasta convertirse dramáticamente en una fractura que debería ser tratada con profundidad, preocupación y con el mayor interés nacional pero los gobernantes y sus asesores por años lo han despreciado todo el tiempo porque sus miradas han sido penosamente limitadas y peor aún, alejadas de la realidad de las poblaciones altoandinas.
Es verdad, también, de que, en todas estas manifestaciones, gran parte inicialmente promovidas por causas justas, aparecen los antisistema y radicales que se aprovechan de los pueblos originarios, se venden como adalides de sus causas y vilmente aprovechando sus ingenuidades, los terminan utilizando para sus objetivos políticos o ideológicos. El Estado es el responsable porque nunca se ha involucrado dejándolos a su suerte y eso es imperdonable. Nadie seriamente podría avalar la caída de Lasso porque contribuiría a debilitar la democracia en nuestra región amenazada por la fragilidad de sus instituciones y a crear una bomba de tiempo en cadena, volviendo riesgoso el escenario para los demás gobiernos de Sudamérica, sean de derecha o izquierda, por lo que sus cancillerías deberían expresar su mayor su preocupación.