Hay quienes piensan erradamente que la innovación es sinónimo de invención. Frecuentemente son mejoras incrementales de algo ya existente, que se gesta a partir de ideas ya existentes que alguien articula. La creatividad está en ese “pensar en lo que otros no han pensado”.
Veamos el caso del “viajero frecuente” que innovó el estilo de viaje de muchas personas sin tener que inventar ningún producto inexistente; o la creación de Federal Express, que no inventó ningún producto, sino que introdujo la idea de un despacho de mercadería confiable de un día para otro. Se trataba nada más de articular y generar eficiencias en toda la cadena de servicios que hay desde que una persona adquiere un bien hasta que la recibe en su domicilio.
Todas estas innovaciones nacen de la pregunta: ¿hay forma de hacerlo más rápido, barato, mejor? , y otro sinfín de preguntas que desmenuzan el concepto, en una mente abierta a las más diversas posibilidades que se alejan del pensamiento convencional, como el que tienen los niños pequeños antes de ir a la escuela. Esa inocencia infantil no es más que una expresión de la libertad de pensar sin las ataduras de la rigidez de los planes y formatos escolares.
El discurso del cultivo de la creatividad de los niños está en todas partes. El problema es que algunos creen que eso se puede planificar como si fuera un tradicional programa de entrenamiento escolar y no entienden que es un asunto de cultura institucional que no convive con estándares, constantes exámenes memorísticos, tareas rutinarias, horarios rígidos y segmentación curricular por áreas.