Los políticos de hoy han abandonado las ideas para abrazar la consigna vacía. Antes, al menos, las palabras fingían ser herramientas de debate, aunque se usaran para la propaganda o para canalizar la rabia colectiva. Hoy, ni siquiera eso. Hemos entrado en la era del meme y del tiktok, donde el discurso no se articula con razones, sino con bailes, gestos impostados y tonterías disfrazadas de cercanía. No buscan convencer, solo entretener, porque en el fondo saben que la política, para muchos, es ya una farsa que no necesita argumento.
“Las pantallas y el uso de dispositivos digitales nos están haciendo idiotas, cada vez más y más idiotas”, advertía en 2020 el neurocientífico Michel Desmurget. “Esta es la generación más estúpida que haya habido nunca”, dijo Mark Bauerlein, profesor de la Universidad Emory en Atlanta (Georgia).
Quizá por ello, la política se ha degradado hasta convertirse en un espectáculo barato. No sorprende entonces la bajísima calidad de nuestros gobernantes. Y peor aún: la percepción de la gente no solo es que son incapaces, sino también corruptos. El problema es que antes eso causaba indignación; ahora es una tradición, una costumbre aceptada, como si la descomposición fuese parte natural del sistema.
La última elección de la Mesa Directiva del Congreso es un retrato perfecto de esta tragedia. Los nuevos rostros que la integran no llegan con méritos ni propuestas, sino con un manto de sospechas, denuncias e investigaciones. Es como si el Parlamento hubiera perdido la vergüenza de aparentar integridad.
Lo peor es que antes pensábamos que la crisis de valores era una etapa transitoria, un momento oscuro que algún día pasaría. Hoy sabemos que no: es una condición permanente.




