Richard “Swing” Cisneros es hijo putativo de esa buena parte del Perú que da cabida a avivatos, arribistas, oportunistas, narcisistas a ultranza y discípulos del Síndrome de Hubris. Y cuando estos especímenes se topan con el confort que ofrecen las mieles del poder, siempre proclive al show mediático, entonces se instala el escándalo circense de proporciones, para pesar de nuestra reputación como país y el bienestar a micromascarilla, modelo hilo dental, de El wasap de JB.

Estas personas, o sea los Cisneros, requieren atención y que los demás no solo les demuestren respeto, sino que también les rindan pleitesía. Y si es con una genuflexión, su ego explota. Salen de su guarida famélicas de popularidad, a veces sin importar la facha. Bajo su perspectiva, ellos son dignos y ostentan toda la grandeza y el éxito. Un distintivo más es que carecen de empatía y, por lo tanto, pueden tratar mal a los demás y hacer lo necesario para conseguir aquello que desean. Ejemplo: los audios.

Y la sintomatología específica de Richard “Swing” ha sido pública: mangonear a los periodistas, alardear de un tremendo currículo, pintarse todopoderoso (“si Guerrero asistió al Mundial fue gracias a este pechito”), jactarse de haber dirigido a Martín Vizcarra y sacado a una ministra, y una acción que ni a Bill Gates se la hemos visto: lanzar billetes antes de subirse a su auto, jugando con la desesperación de quienes estaban a su alrededor.

En todo caso, de momento se acabó el swing. El fanfarrón personaje y todos los implicados en la cadena de valor de sus irregulares contratos con el Estado están con detención preliminar y, por extensión, el barro salpica al mandatario que, ciertamente, se ha chocado con una roca.