Toda violencia es condenable, pero la que se ejerce contra un niño lo es más. No solo no puede defenderse, muchas veces ni siquiera entiende lo que le está pasando. Si se lo merece o no. Pasó en  hace 70 años, y esta semana.

 y el niño con el pijama a rayas

Para ser sinceros no sé por dónde empezar. Ver las imágenes del niño golpeado me hace hervir la sangre, así que en vez de sentarme ayer a escribir que a ese miserable lo ahorcaría con sus propias tripas, esperé a que pasaran las horas para que la serenidad llegara, el panorama se aclare un poco, y ya.

Aunque figúrense que no, que no me calmo mucho. Resulta que hay más videos, y más testigos, y más declaraciones. Y la policía que sale diciendo que las pruebas son contundentes y por eso el agresor pasará al Ministerio Público. Y la defensa plantea que no hay nariz rota, como si eso minimizara las cosas. Al final hay un niño que es una víctima.

Los niños siempre son las víctimas. Porque este es un mundo de adultos, con reglas y valores de adultos. Escribo y reescribo estas líneas porque siempre termino volviendo a lo mismo. Me parece al final un poco incongruente referirme a un hombre violento -y el daño que su violencia terminó cobrando una víctima inocente- cuando en la línea siguiente pido hervirlo en aceite y yo llevo los fósforos para la hoguera.

Y justo ayer, coincidía todo esto con el 70°aniversario de la liberación por el Ejército Rojo del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, donde cientos, miles de niños fueron asesinados por el régimen nazi por ser judíos, o romaníes-gitanos, hijos de comunistas y cosas por el estilo.

Como aquí la memoria nos falla hasta para recordar quién fue, la cosa fue así: Auschwitz era un campo de exterminio, no un campo de prisioneros, no un campo de concentración. Queda en Cracovia, hoy Polonia, y es famoso porque allí fueron fusilados, gaseados, o simplemente matados de hambre y agotamiento físico, un millón y medio de personas.

Aquí mismo tengo una foto. Mírenla. Son niños. Niñitos. Dos de las más grandes agarradas de las manitos de otros chiquillos muertos de miedo; pequeñitos en brazos. El del abrigo negro -las botas le quedan enormes- podría ser mi hijo, o el tuyo. O tu hermano, tu primo o tu sobrino. No sé de qué origen son, la presencia de tres señoras que parecen monjas me confunde un poco, pero el traje no deja dudas. Es el famoso pijama a rayas.

John Boyne bautizó así al traje de los prisioneros de los campos de exterminio en su libro “El niño del pijama a rayas”, ambientado precisamente en Auschwitz. En uno de los capítulos, un niño-esclavo judío es golpeado brutalmente, y su rostro queda hinchado y sangrante. Y en los alrededores de Auschwitz no pasaba nada. Los hornos y las cámaras de gas trabajaban a todo meter, y los fusilamientos sonaban cada tarde, asesinando a niños como los de la foto, demasiado pequeños para cargar piedras o cavar zanjas.

Y por esas piruetas que tiene mi cabeza, me hizo acordar 70 años después a nuestro niño aquí, en San Isidro, asustado y con la cabeza recostada en el asiento trasero de un carro. Al menos este tuvo la fortuna de que  estuviera cerca y no solo grabara y se indignara. Tomó acciones, se comió el pleito y ahora el agresor está en manos del Ministerio Público. Edmund Burke, (escritor e irlandés, como Boyne) dijo una vez que para que el mal triunfe, solo se necesita que la gente buena no haga nada