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Por Javier Masías @omnivorusq
Doy un rápido vistazo a la carta de este pequeño restaurante. Tiraditos. Niguiris. Makis. Un par de referencias tailandesas. Incluso una china. El vocablo “viet” se repite aquí y allá -como en “salsa viet” o “arroz viet”- pero no veo ni uno de los platos que me gustan del repertorio de Vietnam. Cosa rara para un lugar que se llama El vietnamita. A lo mejor les han cambiado el nombre para hacerlos accesibles al público peruano. Mejor preguntar al mozo.
“¿Tiene bun cha?”, le digo aludiendo al famoso plato de cerdo y pasta de arroz con hierbas.
“No, señor”, me responde con cierta monotonía, como si ya hubiera pasado por este cuestionario unas trescientas veinte veces.
“¿Bahn mi?”, replico, esta vez sobre el fresquísimo sánguche de vegetales y carne.
“Tampoco”.
“¿Y pho?”, vuelvo a la carga, tomando como pretexto la rotunda sopa de carne que para los vietnamitas es lo que un ceviche para los peruanos.
“Esa sí la tenemos, pero fusionada. Este restaurante es de fusión señor, no de cocina vietnamita pura”, me explican.
“¿Y cuáles son los platos más vietnamitas que tiene?”, insisto.
El señor desliza su índice por la carta y opto por dos de sus tres sugerencias. Mientras llega mi primer plato renuncio a toda autenticidad y empiezo a asumir que sea lo que fuera a llegar a la mesa, no se va a parecer en nada a lo que tengo en la cabeza.
Es seguro que a Lima le falta un auténtico restaurante vietnamita. También un auténtico mexicano. Y un auténtico marroquí (la única persona de esa nacionalidad que he conocido en Lima me dijo que en el Perú habían en total algo así como 40 familias marroquíes, dato que algo explica la ausencia de sabores de esa parte del mundo en este vecindario).
Sigo divagando.
“¿Cómo sería un auténtico peruano en Vietnam?”, me pregunto. Tendría que ser algo como lo que se encuentra en el barrio de El Abasto en Buenos Aires o en ciertos pueblos de Alemania, un combo informe de cocina criolla y chifa, de pollo a la brasa con tiradito y caldo de gallina, ajustado al clima, costumbres, expectativas y productos a los que obliga el lugar en el que se encuentra. Se llamaría probablemente “El peruanito”.
Algo así es el pho que llega a mi mesa en El vietnamita, una sopa de curry verde con vegetales, carne y langostinos que, a pesar de la presencia de culantro, hierba luisa y anís estrella, no recuerda en nada a las que he tomado antes. No sabe mal, pero se siente la impronta de la fábrica. ¿Cuántos frascos industriales han tenido que abrirse para ejecutar esta sopa?
De manera parecida ocurre con el siguiente plato, un saltado de langostinos demasiado pequeños y recocidos, vegetales y shitake que bajo el dudoso nombre de tom spicy sour disimula cualquier posible origen. Suena tailandés, pero podría ser de cualquier parte.
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Vuelvo al día siguiente porque temo haberme formado un juicio equivocado. Finalmente, por más que el nombre resulte engañoso, a lo mejor estoy sobrestimando el valor de la autenticidad en una cocina que busca ser panasiática, algo así como el recordado Asia de Cuba o el Osaka de la primera época.
Esta vez pido dos nigiris, de salmón y atún, como para ver su trabajo del arroz -recocido y pastoso- y la calidad del pescado -descartable-. Cuando me dispongo a cancelar el tiradito que me ha recomendado el mesero, llega a la mesa con sus láminas recocidas de atún. “Es que está flambeado, señor”, me explican, por más que eso no se menciona en la carta. Más bien el shizo y el yuzu de los que hablan no se ven por ninguna parte. Los cubre una salsa vietnamita que se repite aquí y allá en varios platos, una mezcla de salsa de ostión con aceite de sésamo.
Sigue un pollo thai con maní, curry y leche de coco aceptable pero caro, y algo que llaman viet confit -“no hay pierde”, dice la carta-, una ración de pato tan seco que siento que estoy engullendo una bola de lija. Para humedecerlo hay una miel de curry y naranja que hace lo que puede, pero no es suficiente. Por S/42 hubiera esperado otra cosa.
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A lo mejor estoy pidiendo demasiado. Es verdad que el local está a unos pasos de la calle de las Pizzas y que de alguna forma ya es suficiente mérito que no sienta aquí el tufo cantinero de la cocaína y las prostitutas que tanta fama dan al vecindario. Pero también sería genial que bajaran un poco los precios o mejoraran la calidad de los productos y que pasaran menos rato en el congelador, o que sinceraran lo que pueden hacer en un lugar tan pequeño. Finalmente, en un establecimiento de seis mesas y veinte sillas es un tanto pretensioso ofrecer sushi, woks, nigiris, rolls, cocciones largas y pretender que todo salga bien. Si solo hicieran bien un par de cosas, a lo mejor valdría la pena.