Si hasta hace algunas semanas pensábamos que la gestión de Martín Vizcarra en el combate contra el coronavirus fue mala, a estas alturas ya nadie debe tener ninguna duda de que así fue.

A todas las medidas equivocadas que adoptó -uso de pruebas rápidas, falta de testeos en mercados y zonas de alta concentración, el descuido en el primer nivel de atención, multitudes en la entrega del bono, el pico y placa de género y un largo etcétera- hay que sumarle ahora el desastre que significa que seremos uno de los países de Sudamérica que más va a tardar en recibir la vacuna.

Fuimos, además, el país con la peor caída económica pese a tener la cuarentena más estricta y luego el de mayor número de muertes por millón de habitantes, y ahora veremos, gracias a Vizcarra, ubicados desde una tribuna, cómo Colombia y Chile inician la distribución masiva del antivirus en el inicio del 2021. ¿Se puede ser más incapaz?

Pero como en todos sus discursos, Vizcarra recurre a la falacia más burda para culpar al Congreso de algo en el que solo él y sus ministros tienen toda la responsabilidad. ¿A qué vamos? A que sería una afrenta para el país que ese personaje funesto, inepto y embustero, ese farsante de la política, salga elegido congresista de la República. ¿Qué país de opereta seríamos si lo eligiésemos? ¿Qué clase de esquizofrenia electoral puede otorgarle opciones? ¿Qué masoquismo inconsciente cavila hacia su respaldo? ¿A qué tipo de autoflagelación nos someteríamos?

El voto a favor de Vizcarra es un voto indigno, que es capaz de perdonar no solo el daño inconmensurable que ese personaje le ha provocado al país -y las miles de muertes gestadas desde sus malas decisiones-, sino que deja de lado las serias denuncias de corrupción que implican al expresidente y que tendrían que llevarlo a una prisión preventiva antes del 11 de abril. Ni por el incompetente ni por el coimero. Hagamos de cuenta que la maculada lista congresal del también funesto Daniel Salaverry empieza con el número dos.