Mientras sepultamos a una de las dos víctimas de las protestas, ayer el parlamento elegía al cuarto presidente de la República, en ese tortuoso camino en que nos ha metido la corrupción política, y en ese nuevo intento por devolverle a la nación la gobernabilidad.

Tenemos derecho a dudar si el señor Francisco Sagasti será realmente el último que nos conduzca a las elecciones libres y transparentes, después de constatar, por enésima vez, que lo que mejor sabemos elegir es traidores y gente mentirosa, que no cumple lo que promete. Vamos a necesitar mucha memoria y que alguien siempre nos recuerde quiénes son y qué han hecho, qué conducta han tenido, cuando se nos presenten para pedirnos el voto.

Estos momentos de clímax, de máxima tensión política, nos ha recordado también la poca capacidad que tenemos para vivir en pluralismo. Nos encanta, nos sentimos como pez en el agua, cuando explotan los extremos, cuando el conflicto saca de nosotros las diferencias, exagera los matices y desnuda lo peor de nuestro ser.

No vemos, por ejemplo, lo plural que ha sido la juventud, mezclada en las calles, pidiéndonos a gritos que nos vayamos a casa, que soltemos los sillones para la renovación generacional. Gracias a ellos. Pero seguimos aferrados a esquemas mentales reduccionistas, simplones, que sólo ven derechas o izquierdas, buenos y malos, conservadores y progresistas. Si no nos simpatiza la protesta y marcha, les apagamos la luz.

Si no nos gusta un pronunciamiento, desacreditamos a sus representantes. Si no nos gustan los comentarios de los post en las redes sociales, los borramos de un plumazo. Hemos ganado en intolerancia lo que hemos perdido del espíritu deportivo de la competencia política. Creo que ya es suficiente, ojalá estemos entrando ahora sí a la transición. Pongamos un poco de tolerancia si no queremos vivir siempre en guerra.