En la literatura, encontramos grandes y conmovedores discursos. Quizás, el de mayor fama sea el discurso de Crispín, que aparece en la obra de teatro Enrique V (1599) de Shakespeare. Se sabe históricamente, que se da en el marco de la batalla de Azincourt, fechada el veinticinco de octubre de 1415, en donde Inglaterra venció a Francia. Pero, para no insistir en este conocido y loable discurso, evitaremos su reproducción y nos enfocaremos en otro, quizás, de menor fama. Nos referimos a una inflamada arenga, que es capaz de desvanecer el espíritu de mediocridad y de insuflar ánimos al habituado al letargo. Este discurso aparece en El Cantar del Roldán del siglo XI atribuido al monje normando Turoldo, y es pronunciado por el arzobispo Turpín. Por cierto, según la opinión de G. K. Chesterton, en la batalla de Hastings de 1066, Taillefer el juglar, marchaba al frente del ejército, recordando la Canción de Rolando. En el momento en que los franceses se aprestan a la batalla, para enfrentar a los sarracenos, el arzobispo Turpín, con verbo inflamado, inicia su sermón: “Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí; debemos morir por nuestro rey. ¡Ayudad a sostener la cristiandad! Podéis estar del todo seguros de que tendréis batalla, porque con vuestros ojos veis a los sarracenos. Proclamad vuestros pecados y pedid perdón a Dios. Os absolveré para salvar vuestras almas. Si morís, seréis santos mártires y tendréis asiento en el más alto paraíso”. No se hastía nuestra pluma de mencionar con persistencia que las palabras operan como aguijones que avivan ánimos apesadumbrados, y como sablazos que seccionan la arraigada tibieza.