La confrontación de visiones entre comentaristas que adhieren a la causa israelí y a la causa palestina, me llevan a cuestionar ¿puede realmente un columnista o analista ser completamente objetivo y neutral? ¿Ser un opinante impermeable al ADN de su identidad?
Mi conclusión es que, sinceramente, tal pureza de objetividad es ilusoria. Por más esfuerzo y rigor que intentemos aplicar, nuestras inclinaciones ideológicas, políticas, religiosas y nacionales siempre se entrelazan sutilmente con nuestras palabras y perspectivas, sea al escoger los datos, organizar argumentos, citar fuentes o plantear soluciones a los problemas en debate.
Esta influencia subyacente es evidente en numerosos escenarios: desde enfrentamientos geopolíticos como Rusia y Ucrania, EE.UU.-China, en la política de EE.UU. Republicanos y Demócratas, las líneas editoriales de medios de prensa y televisivos, hasta en las rivalidades más domésticas y apasionadas, como las que existen entre aficionados de equipos deportivos rivales.
Por ello insisto en la importancia de promover una educación que aliente a jóvenes y lectores a diversificar sus fuentes de información, a comprender diferentes posturas y a forjar su propio criterio. Es crucial que los educandos entiendan que no existen “verdades” absolutas en asuntos políticos, sociales o religiosos. De este entendimiento nace una empatía genuina y un compromiso con la democracia. La educación, más allá de impartir conocimientos, debe cultivar ciudadanos críticos, empáticos y activos, pues sólo así fortaleceremos una democracia que sea verdaderamente sólida y resiliente.