Indigna recordar que los mismos que hoy se rasgan las vestiduras sosteniendo que la democracia esta en peligro fueron los que durante los últimos años se dedicaron a minarla con el único afán de perseguir a sus enemigos políticos. La democracia peruana ha sido dañada en su línea de flotación una y los encargados de lanzar los torpedos autoritarios son los mismos que ahora se lamentan de las consecuencias de sus acciones. Por supuesto, en medio de sus quejas y acusaciones, no atinan a reconocer sus acciones y mucho menos las consecuencias.
Lo cierto es que debilitar la democracia pasa por destruir el Estado de Derecho y relativizar las garantías procesales. Esto que se ha hecho con dolo y a conciencia durante años, destruyendo a la oposición, legitimando lo “fáctico” y amenazando con la prensa oficialista cualquier atisbo de pensamiento disidente. Cuando las personas son perseguidas utilizando el argumento de la corrupción y sin respetar el derecho entonces todos pasan a la condición de sospechosos y la propia sociedad pasa al banquillo de los acusados. Cuando la persecución política violenta los principios democráticos entonces el Estado se convierte en un peligroso Leviatán.
Por eso, la relativización de la democracia por fuerza genera la instrumentalización de la persona, centro del sistema político. De allí que no importen cuántos ministros o funcionarios sean reemplazados, porque bajo esta premisa, las personas son funcionales al poder. El Estado pasa a ser un terreno político que debe ser controlado sin importar cuántos cuadros sean sacrificados en el camino. Esto lo ha entendido muy bien todo proceso y todo partido revolucionario. Tal claridad de ideas no la tiene la oposición.