La independencia es fundamental para ejercer el control político. De allí la importancia de tener organismos constitucionales capaces de ejercer el control hasta las últimas consecuencias, con independencia y capacidad. La independencia está basada en la autoridad y la autoridad, un saber socialmente reconocido, tiene que ejercitarse ante situaciones concretas de poder. Sin independencia el control recíproco es imposible. Y sin control el equilibrio de poderes no pasa de ser una entelequia.
Que nuestro Tribunal Constitucional sea o no independiente es vital para la calidad de la democracia. Organismos reos del poder de turno o infiltrados por una ideología concreta desequilibran las reglas de juego. Sin reglas de juego claras o distorsionadas por una aplicación parcializada, el Estado de Derecho colapsa. Por eso la independencia es fundamental para asegurar la continuidad de la política de alto nivel. Estamos ante un rasgo esencial que nos permite garantizar la imparcialidad práctica del Estado. En un Estado capturado por facciones, la independencia termina siendo destruida porque la administración es contemplada como parte de un botín.
El último freno, la última barrera para evitar la anarquía es la independencia de los buenos funcionarios públicos. La autoridad es el muro contra los excesos del poder. Para asegurar la independencia necesitamos gente preparada, con sentido común y comprometida con el sistema democrático. La tiranía ronda cuando se impone un momento populista. La formación de gente independiente se convierte en una cuestión de vida o muerte. Solo un Estado que respeta los fueros de la independencia es capaz de sobrevivir y desarrollarse. De lo contrario, caemos en un sistema de autómatas, donde un poder omnímodo aspira a establecer su voluntad.