Acostumbrados a nuestro país informal, no nos percatamos que ya aterrizamos en la informalidad política por la debilidad de nuestras instituciones, entre ellas la de los partidos políticos. Pretendemos la alternancia democrática, el voto informado, la responsabilidad ciudadana, ubicar al candidato confiable que se convierta en el mejor gobernante, pero los mensajes van en dirección opuesta. ¿Qué podemos esperar si para muchos las leyes y regulaciones son una ficción? ¿Tendremos esta vez un partido de gobierno que responda adecuadamente y afiance las prácticas republicanas que nos llevarán a buen puerto? ¿Dejarán los candidatos las bromas, los bailes y el “Totó” para reemplazarlos por propuestas?

La informalidad económica es parte del paisaje, la que maneja grandes cantidades de dinero, soslaya la bancarización, deja de pagar impuestos o los reduce vía influencias o triquiñuelas. Ese espacio donde todo vale, incluso negociar privilegios bajo la mesa porque el gran decidor es el dinero y la perspectiva de la ganancia, concepto matriz del capitalismo que en política tiene su correlato en la democracia liberal. Pero en el Perú podrían no ir juntos.

Todo vale para alcanzar el poder, hasta el pluralismo esencial se distorsiona y se licúa en una fragmentación penosa y en la aparición de plataformas y movimientos circunstanciales que hacen de la llegada al poder el máximo logro personal y no un resultado de la razón, la capacidad y la experiencia. No parece necesario prepararse profesionalmente para llegar a la Presidencia. Cualquiera puede hacerlo si tiene un costal de dinero y muchos operadores pagados a la manera de un negocio, la política como modo de vida y de hacer dinero. ¿Y el destino del país? No interesa, bailemos el “Totó”.

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