Semana muy dura para el gobierno de Vizcarra con cambio parcial de gabinete. Ello no basta para que el libreto oficial siga su curso y en el nuevo Congreso se discuta la eliminación de la inmunidad parlamentaria.
La inmunidad existe desde la Revolución Francesa como protección de altos funcionarios debido a la falta de independencia de la administración de justicia ante posibles persecuciones. La parlamentaria nació por temor a abusos del Ejecutivo. Nunca se justificó solo en la soberanía y en la representación. La doctrina la estima necesaria para la consolidación del Estado de Derecho y la legitimidad democrática con base en el control del poder incluyendo al Judicial, posible fuente autónoma de excesos. Desde este ángulo las consecuencias de su eliminación para la libertad de los congresistas y la salvaguarda de la institución, en especial para los grupos minoritarios incómodos, podrían ser significativas. La lucha contra la corrupción exige protección ante las mafias que neutralizan grandes esfuerzos con amenazas. Y es que los atropellos pueden venir de cualquier lado. La inmunidad no es impunidad pero tampoco privilegio. Se entiende como autodefensa y preservación funcional ante la politización judicial. Que funcione solo para el periodo parlamentario es una buena propuesta; y que la intervención se produzca después de que la autoridad judicial complete el proceso de persecución de los delitos, otra. Así el Congreso podrá decidir en votación pública y con mayoría calificada levantar la inmunidad o suspender los procesos judiciales en caso de injusticia flagrante. El proceso judicial completo permitiría la mejor decisión del Parlamento que sólo debería ser competente para levantar un arresto o impedir un proceso ante indicios claros y racionales de arbitrariedad, falseamiento y manipulación de los hechos. Y quienes quieren eliminarla, el presidente Vizcarra a la cabeza, no deberían poder hacerlo solo porque las encuestas dicen que “el pueblo lo pide”.