Desde que nacimos como república se estableció que ninguno de los poderes públicos “podrá ejercer jamás ninguna de las atribuciones de los otros” fundamentando que la organización del Estado priorice el principio de separación de poderes con la finalidad de proteger la libertad de los ciudadanos frente a posibles abusos de poder, y también como una forma de garantizar el adecuado funcionamiento de las instituciones.

La historia reciente registra que este principio fue vulnerado en diversas oportunidades creando una imagen de inestabilidad jurídica, mostrándonos como una sociedad informal en la que “hecha la ley, hecha la trampa”, y por tanto no se respete al estado constitucional democrático de derecho particularmente cuando se ostenta el poder, y obnubilado por éste se atente contra la seguridad jurídica al actuar sin analizar las repercusiones en contra del mantenimiento del orden, la justicia, el buen funcionamiento de las instituciones y la inversión privada.

La Ley N° 26657 de interpretación “autentica” de la Constitución; el nombramiento de personas descalificadas para cargos públicos; decretos para favorecer a quienes atentaron contra el Estado; la negación “fáctica” de la confianza que se empleó para disolver el Congreso y el inexplicable aval del Tribunal Constitucional, son muestras del desprecio por la ley que se han visto replicadas en la actuación de la Junta Nacional de Justicia al pretender interferir con las atribuciones del Poder Legislativo.

En este contexto, es necesario reflexionar que ni la máxima autoridad de la república está exenta de cumplir la Constitución especialmente cuando precisa que “pueden expedirse leyes especiales porque así lo exige la naturaleza de las cosas, pero no por razón de las diferencias de las personas”. Torcer la ley por situaciones particulares menguará la seguridad jurídica, y con ella la inversión privada tan importante para la reactivación económica. La sociedad no debe permitirlo.