Las constituciones políticas son contratos sociales (Jean-Jacques Rousseau), en los que se plasman derechos y obligaciones ciudadanas, la organización del Estado y las formas para combatir la corrupción y el abuso del poder, buscando hacer viable y agradable la sociedad.
Los delitos de corrupción resultan de aprovechar el poder para obtener beneficios particulares. Por el principio de separar lo político de lo económico, los gobernantes, sus familiares y organizaciones políticas no pueden hacer negocios con el Estado.
Sostenemos que la Constitución de 1993 fue diseñada para permitir el saqueo del erario nacional, debilitando los mecanismos de control con una Contraloría que sin autonomía ni recursos, resulta incapaz de combatir eficientemente la corrupción.
La ruptura del equilibrio de poderes, la supeditación del Poder Judicial a los otros dos poderes, el control político de la Junta Nacional de Justicia, del Ministerio Público y del Poder Judicial por el gobierno de Alberto Fujimori, señala Sinesio López, le permitió beneficiarse ilícitamente con alrededor de 4,000 millones de dólares.
En la contratación de obras públicas con el sector privado, se permitió mecanismos de valoración con los que se multiplicaba el precio de las obras y, en la resolución de controversias a través de la conciliación, los arbitrajes resultaron, casi siempre, desfavorables a los intereses del Estado.
El modelo político establecido por la Constitución de 1993, con un diseño proclive a la corrupción y la priorización de lo individual sobre lo colectivo, se ha agotado. Ha sido evidente durante la crisis del COVID-19. El crecimiento exagerado de la desigualdad nos lleva a insistir en la necesidad de modificarla en aspectos sustanciales.
El Grupo Iniciativa Constituyente con Nicolás Lynch, Manuel Guerra y Álvaro Campana refresca este debate. Hace pocos días estuvieron en Puno y esperamos que continúen en otras regiones del país.