Los miembros de la comisión de derechos fundamentales que integra la Convención Constitucional chilena, órgano encargado de elaborar la nueva Carta Magna, acaban de publicar su cronograma de trabajo estableciendo un día para deliberar y aprobar el catálogo de derechos humanos. Si bien la praxis de las asambleas constituyentes iberoamericanas dedica más tiempo a la discusión de temas como la reelección presidencial inmediata, número de cámaras parlamentarias, nuevas instituciones de democracia directa (revocatorias, referéndum, plebiscitos, iniciativa legislativa ciudadana, etcétera), o la inclusión de “nuevos derechos” que están implícitos en los clásicos reconocidos (agua, descanso, internet, tranquilidad, verdad, entre otros), es una noticia que ha indignado a los chilenos opuestos al trabajo que vienen realizando los convencionales. No les falta la razón.

El poco interés para la discusión del catálogo de derechos fundamentales releva el propósito que sí les demandará más tiempo: la reforma del régimen político, así como cuestionar la posición que ocupa un Banco Central para la salud económica, como también discutir la existencia de un Tribunal Constitucional, dos instituciones que gozan de autonomía en la Carta de 1980. Como suele ocurrir en la historia reciente de los textos constitucionales iberoamericanos, la Convención Constitucional chilena fue el vehículo para exclamar “refundémoslo todo” cuando en realidad se trata de socavar la separación entre poderes, mayor control político y actividad estatal en la vida económica, social y cultural. El capítulo dedicado a los derechos fundamentales confirmará las libertades clásicas, sumándole otras que le brinden un “aggiornamento” y parezca que algo ha cambiado para mejor en Chile, cuando a la vez termina afectándose la jurisdicción constitucional. Por eso, resulta más sensato exigir al gobierno electo los mismos límites que cumplieron sus antecesores bajo la misma Constitución, a un cambio que ponga en serio riesgo las libertades.