Hay algo que está inseparablemente unido a la democracia, y es la crisis en el Perú. Democracia y crisis, son como conceptos indisolubles, son términos que están perfectamente entrelazados, son palabras que han forjado una intimidad tan profunda, tan arraigada, que desvincularlas, que amputarlas sería como atentar contra su identidad. Es lamentable, pero la realidad es esta: Nuestros políticos, –y en especial nuestros congresistas– en su mayoría con una formación intelectual defectuosa, incapaces para representar adecuadamente y severamente cuestionados por su nula integridad para conducir el timón del Estado, nos gobiernan de forma irresponsable. La institución democrática que más vergüenza nos genera es el Parlamento. Con su torpe proceder, nuestros parlamentarios promulgan leyes de acuerdo a la conveniencia personal. Los integrantes del Poder Legislativo, denominados popularmente como “padres de la patria”, no encarnan los valores que el descontento pueblo peruano exige. La mayoría congresal lesiona gravemente la “investidura parlamentaria”, y con sus actos públicos sepulta cualquier vestigio de dignidad popular. En noviembre de 1832, Francisco de Paula González Vigil, clérigo y diputado peruano, pronunció un vibrante discurso contra el presidente Agustín Gamarra, en que dijo con verbo prodigioso y hondo conocimiento: “Nosotros, los representantes del pueblo, somos el primer poder”. Desde la primera mitad del siglo XIX, tenemos conciencia colectiva de que el Congreso es el primer poder y, por consiguiente, el lugar donde reposa la dignidad del pueblo y el lugar donde debe ejecutarse el mandato popular. ¿Son nuestros representantes dignos de ser considerados el primer poder?




