“Hoy en día ya la gente no respeta nada. Antes poníamos en un pedestal la virtud, el honor, la verdad y la ley. La corrupción campea en nuestros días. Donde no se obedece otra ley, la corrupción es la única ley. No puede ser que la corrupción esté minando este país. La virtud, el honor y la ley se han esfumado de nuestras vidas”.
¿Quién lo dijo? No fue Nayib Bukele desde su singular púlpito ni Carlos Álvarez en su humorística campaña. Lo dijo Al Capone al periodista Cornelius Vanderbirt Jr. en una entrevista publicada en la revista Liberty el 17 de octubre de 1931, unos días antes que el mafioso sea encarcelado.
Estas palabras, aunque pronunciadas por uno de los mayores criminales de la historia, resuenan hoy con inquietante actualidad. En el Perú, el histrionismo de algunos políticos resulta especialmente notable. No faltan quienes aseguran gobernar con “los manos limpias” y no han robado “ni un sol”, mostrando las palmas como si se tratara de una práctica de exorcismo moral. Otros afirman con vehemencia que pueden “mirar a los ojos a cualquiera porque son honestos”, mientras que algunos, desde la comodidad de sus privilegios, invocan las leyes y la Constitución como si fueran escudos de rectitud. Todos buscan proyectar una imagen de integridad que, a menudo, se desmorona ante la evidencia de actos turbios.
En nuestra clase política, parece haber una escuela no oficial que podría denominarse “la cátedra Al Capone”. No son pocos los que se gradúan con honores en ella. La corrupción no solo se refleja en los grandes escándalos, sino también en las pequeñas acciones cotidianas que consolidan un sistema permisivo. Incluso los casos más oscuros, como asesinatos y muertes sospechosas que benefician a los poderosos, quedan envueltos en una maraña de impunidad y cinismo.