El adanismo, esa vieja tendencia jacobina a rehacerlo todo después de patear el tablero, es uno de los fantasmas que asolan a la democracia latinoamericana. El grito revolucionario que escuchamos en aquellos lugares donde el radicalismo quiere imponer su programa político es “que se vayan todos”. A este grito sigue un texto implícito “para que lleguemos nosotros, los radicales a los que no les importa el derecho”.
Precisamente por eso, porque el radicalismo no debe triunfar en sus proyectos de poder, ya que ello implica la destrucción de la República, es que hemos de fortalecer a las instituciones que controlan los excesos radicales. En medio de esta guerra civil política que padecemos desde hace varios años, el Congreso se ha convertido, con sus más y sus menos, en un elemento de estabilidad. Y estabilidad es lo que necesita el país, hoy más que nunca.
Los verdaderos demócratas, que en nuestro país son una especie en extinción, defienden el estado de derecho. La Constitución ha sido violentada desde el vizcarrismo y los poderes fácticos fueron utilizados como instrumento de venganza. La persecución acabó por hacer estallar todo procedimiento y garantía, con la vergonzosa aplicación indiscriminada de la prisión preventiva. El Congreso debe luchar por el pleno restablecimiento del Estado de Derecho, Alfa y Omega de la democracia funcional. Sin ley vivimos en la selva. Por eso, para conjurar el peligro del radicalismo, los demócratas peruanos no deben hacer caso a los cantos de sirena del viejo grito jacobino “que se vayan todos”. Muy por el contrario, urge identificar y combatir el radicalismo, porque el Estado tiene el deber de garantizar la paz.