Hace poco leí una columna del periodista mexicano Juan Becerra en La Jornada que decía algo muy sensato: “”La austeridad no significa no gastar, más bien es no hacerlo en lo que no se necesita para en su lugar dirigir los recursos adonde sí deben ir… no es cerrar la llave, sino ponerle un filtro para no desperdiciar”. La frase parece una lección de economía doméstica, pero encierra una gran verdad política. En el Perú, sin embargo, la palabra austeridad se ha vuelto un comodín discursivo que nuestros gobernantes agitan con fervor cada vez que necesitan parecer responsables, aunque en la práctica sigan derrochando con el entusiasmo de quien no paga la cuenta.
El presidente José Jerí acaba de anunciar un plan de austeridad para recuperar el equilibrio fiscal, y varios aspirantes presidenciales se suman al coro prometiendo reducir ministerios y “achicar el Estado”. La música suena bien, pero el país ya conoce la partitura: promesas de ahorro mientras el gasto inútil florece. Dicen que lo difícil no es conseguir dinero, sino gastarlo bien; y ahí está el problema de fondo.
Porque mientras se declama la austeridad con tono solemne, la realidad da vergüenza. El presidente duplica los sueldos de los diplomáticos; el Tribunal Constitucional se otorga más de 42 mil soles mensuales con la bendición del Congreso; y el Poder Judicial obtiene una nueva escala remunerativa, también gracias a los legisladores. Como si fuera poco, el Parlamento se autorregala más asesores: hoy cada congresista tiene en promedio 28 trabajadores. Con estos excesos, hablar de austeridad resulta una burla. No hay filtro, ni llave cerrada, ni siquiera vergüenza. Si esta es la austeridad republicana, más nos valdría declararnos en bancarrota moral antes que en crisis fiscal.




