La separación de poderes es un principio fundamental para los sistemas democráticos que busca evitar la concentración de poder, garantizar el equilibrio y la cooperación entre las funciones legislativa, ejecutiva y judicial. En los sistemas parlamentarios, la relación entre el ejecutivo y el legislativo es más cercana, pues, el primer ministro procede de una mayoría parlamentaria, mientras que en el presidencialismo es más tajante dado que la elección del jefe de Estado y el Congreso se produce en comicios independientes. A pesar que las reglas que inspiran este principio difieren en cada forma de gobierno, deben respetarse las competencias de cada poder, evitando entre ellas cualquier invasión o menoscabo.

La demanda competencial sirve como mecanismo para garantizar este principio, que resulta esencial tanto en la parte orgánica como en la dogmática del derecho constitucional. Como lo indica el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, es un requisito esencial de la constitucionalidad. Se concreta en reglas que equilibran la separación con el balance entre poderes donde ambos están llamados a colaborar; el control político del Congreso al gobierno (preguntas, interpelaciones, comisiones) y la exigencia de responsabilidad política a los ministros (moción de censura y rechazo a la cuestión de confianza).

Su contenido protegido incluye la autonomía funcional, las reglas de cooperación y las competencias exclusivas de cada función estatal. Sin embargo, su aplicación enfrenta desafíos prácticos como la falta de alternancia democrática, la judicialización de la política y la necesidad de dimensionar la representación parlamentaria.