No siendo santo de mi devoción, debo aceptar objetivamente la victoria de Rusia en su guerra contra Ucrania. La capacidad militar de Moscú es mil veces superior a pesar de los esfuerzos de occidente de insuflar a Kiev de hombres y armas todo el tiempo para su resistencia. Nada supera la premisa de que las guerras se ganan en los campos de batalla, ninguneando a las posiciones románticas, propias del idealismo de las relaciones internacionales, que insistían en que las victorias siempre se daban en la mesa de negociaciones.
Siendo, entonces, de que el control ruso es prácticamente ciento por ciento sobre el territorio ucraniano del Donbass que comprende las provincias separatistas o prorrusas de Lugansk y Donetsk -Moscú las reconoce como repúblicas independientes-; y siendo, además, que controlan casi todas las costas del estratégico Mar Negro, incluida por supuesto a la portuaria ciudad de Mariúpol, nadie juiciosamente podría sostener lo contrario. Al cumplirse pronto 5 meses de la guerra, la foto ventajosa ha envalentonado a Putin y hasta su canciller dejó entrever que podría haber una guerra directa con EE.UU., las negociaciones que ahora sí veo más cerca que nunca, los llevará a sentarse con plomo en los pies.
El Kremlin sabe que la paridad -caída estrepitosa- del euro con el dólar, sólo refleja el shock europeo por el caño cerrado del gas ruso, confirmando que las sanciones económicas no doblegaron a Moscú. Con Crimea y Sebastopol anexadas en 2014, la geopolítica rusa de 2022 los volverá caprichosos diplomáticamente, quedando así completamente descartado que retrotraigan todo al status quo anterior a la guerra.