Mucho se habla de la legitimidad del poder. Mauricio Duverger, mi maestro, decía que es la cualidad del gobernante que lo hace cercano a mis deseos, a los atributos que quisiera encontrar en la persona a quien entrego los destinos de mi país. Desde una visión objetiva, es la conformidad con las leyes y se identifica con la legalidad en este momento representada por las decisiones del Jurado Nacional de Elecciones que deberá proclamar al ganador.
Pero ambos conceptos no siempre van juntos, un poder puede ser legal pero no legítimo como sucede en las postrimerías de un gobierno constitucional que pierde aceptación con su desgaste. Sigue siendo legal pero ya no legítimo. Por extensión, legítimo se refiere a la validez o verdad de un asunto o cosa. En Ciencia Política, Derecho y Filosofía, la legitimidad aparece conforme con los valores que nos inspiran los que a la vez representan el ethos del ordenamiento jurídico. Por ella reconocemos la autoridad del gobernante, por ella él personifica a la nación como dice la Constitución. Por ella le obedecemos y concedemos validez, justicia y eficacia a las normas que promulga. Esto es lo que está en juego en el Perú polarizado, la capacidad de gobernar, de estar en la cima de la función pública cumpliendo un mandato que significa ser obedecido por todos. Lamentablemente ante cifras muy estrechas el fantasma del fraude podría llevarnos a extremos indeseables. Cada contendor tiene el apoyo de más de ocho millones de electores aunque solo representa un tercio del total y por tanto tiene dos tercios en contra. La gobernabilidad aparece muy complicada cuando más la necesitamos para superar la crisis sanitaria y económica. El JNE tiene la misión, hoy extremadamente difícil, de darnos tranquilidad para aceptar los resultados, para vivir una democracia cuya defensa en libertad comienza por respetar el estado de derecho y sus instituciones.