Los debates electorales consisten en la confrontación directa entre dos candidatos presidenciales que responden a un cuestionario establecido. Su objetivo debe evidenciar el nivel de preparación de los postulantes, la claridad y coherencia de sus propuestas, así como su capacidad analítica y competencia para ocupar la más alta magistratura. Sin embargo, la dinámica se complica cuando el número de aspirantes asciende a cinco, diez, o incluso quince o más. En estos casos, el formato pierde eficacia, diluyendo su propósito y generando confusión entre los electores que logran seguir toda la transmisión.

En vez de proporcionar a la ciudadanía la información necesaria para emitir un voto responsable, los debates suelen centrarse en descalificaciones mutuas, mientras que las propuestas se reducen a promesas vagas, sin suficiente fundamentación técnica o política. A ello se suma la limitación del tiempo asignado para cada intervención, que en el mejor de los casos permite respuestas breves y superficiales, pero rara vez una exposición profunda o reflexiva. Estos síntomas no son más que una manifestación de la crisis de representación y de liderazgo que atraviesa el sistema político.

De cara a las elecciones de 2026, se prevé un escenario aún más fragmentado, con una proliferación de candidaturas presidenciales que dispersarán el voto, con propuestas similares favoreciendo a los extremos políticos. En este contexto, la segunda vuelta podría convertirse en una elección polarizada entre dos candidatos cuyas posturas ideológicas y políticas se opongan radicalmente, forzando a optar entre alternativas que puedan percibirse como indeseables para el futuro democrático y el desarrollo sostenido.

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