Los otros

Por Gastón Gaviola 

Una vez me esperó a la salida de la redacción un niño. Concretamente no a mí, a cualquiera que le diera bola. Agarraba a la gente que salía por la puerta y les preguntaba si trabajaban dentro y podían ayudarlo. Ya estaba oscureciendo, y yo esperaba mi taxi, e iba escuchando al niño abordando a todos. Lo hacía con mucha educación, siempre con gracias y por favor. Me llamó la atención y me acerqué; pensé que venía con alguna denuncia, un reclamo, una cosa por el estilo. Buscaba trabajo porque su mamá estaba enferma.

Había ido al canal donde en ese momento trabajaba, porque en su entender, la gente que trabaja en la tele tiene plata, y necesitaba dinero el tratamiento de su mamá. De lo que sea, me dijo. Me contó que sabía cocinar, planchar, coser bastas, limpiar toda la casa. Que podía pasear al perro, regar las plantas y hasta ayudar en construcción, porque una vez su padrino lo llevó a una obra para ayudar a vaciar un techo. Tenía, diez, máximo doce años.

Todo idiota, le pregunté si iba al colegio. Era evidente que no, y me lo hizo saber. También me enteré que era el brigadier de su salón y tenía unas notazas, pero ya pues, así es la vida. Tener educación superior, ir a la universidad, le parecían posibilidades iguales que viajar a Marte, ni siquiera tenía claro si podría acabar la secundaria.

Me hizo acordar otro caso, hace más de diez años. Estaba con Julio Ugaz, fotógrafo de esta casa, siguiendo un policial en José Carlos Mariátegui, metido al fondo de la última ampliación. No dábamos con el sitio y tocamos en una casita a pedir direcciones. Paredes de madera y latón, piso de tierra, techo de cañas y plásticos azules. Pobreza, en fin. Había un niño adentro, media mañana. Se había quedado cuidando a su hermana enferma. La niña no tenía buen aspecto, con la piel gris y los labios agrietados.

El niño nos contó que hacía una semana no iba al colegio, que su mamá bajaba a lavar ropa donde las vecinas y su papá y su otro hermano -que también iba al colegio- iban a probar suerte como peones a ver si los tomaban en alguna construcción. En el cuarto había una gallina, inmovil. Cuando ponía un huevo, se lo vendían a una vecina de más arriba, por un sol a algo así. Estaba angustiado porque hacía varios días que no había huevos y la gallina se iba a convertir en caldo para darle a la hermana enferma, a falta de mejores medicinas. En sus manitas cargaba dos papas que se había conseguido para acompañar al animal en la olla.

Le angustiaba también no estar yendo a clases. Tenía sus cuadernos sobre la mesa. Dice que trataba de leer pero no podía. “Yo no quiero ser un pandillero”, nos dijo a punto de llorar. Estaba convencido, según le había dicho todo el mundo, que si no iba al colegio iba a terminar de pandillero, acuchillado, preso o muerto. Julio era callado. Siguió todo el diálogo sin decir nada. Abrió su billetera, puso todo sobre la mesa, debajo de un plato. No me dijo nada más.

Todo esto a cuento de que cada vez que en las noticias sale algo o de Oropeza o de realitys de competencia, leo a varios chibolos deslumbrados por el billete y la rica vida de fama y fortuna. “Estudiar es para los huevones y para los feos”, “Mejor que cinco años en secundaria es uno en el gimnasio, nomás”, y otras joyas por el estilo. Y hablo de chicos con un mínimo de educación formal; con suficiente tiempo libre para después de clases pedirle plata a su mamá para la cabina, o para estar tirados panza arriba en su cuarto, usando el wifi que papito paga, igual que les pagan el colegio, el uniforme, los libros, la lonchera, y un largo etcétera.

Me quedaba dando vueltas en la cabeza la canción de los Prisioneros “El Baile de los que sobran”, en esa parte que dice “a otros enseñaron, secretos que a ti no. A otros dieron, de verdad, esa cosa llamada educación”. Y luego señalas con el dedo, hablando de pobreza, índices de crecimiento, qué cómo es posible que escupan en el piso, o este nunca va a pasar de ser cobrador de combi, repartidor de volantes, muñeco Barney de pollería. 

Hablan de ellos como si fuera gente ajena al país en el que viven estos pequeños engreídos, donde comer caliente, tener un techo sobre la cabeza y un libro en las manos está garantizado y se da por descontado. Lo ven desde el balcón y señalan a los que están fuera. Que los brigadieres sin aula y los que se sorben los mocos de miedo porque les han dicho que van a ser pandilleros, son los otros, los de más allá.

Son tan torpes que aún no se dan cuenta quiénes son los otros.