La política es el arte de construir espacios de convergencia y cooperación en sociedades caracterizadas por la diversidad de los individuos. Si todos pensáramos igual, no habría debate de los asuntos de la polis. Es decir, no sería necesaria la política. Para ello, es preciso hablar y escuchar, algo que pareciera estar en extinción en nuestra cada vez más totalitaria cultura política.

La presentación de un libro cobró inusitada atención hace dos días. Más aún, tratándose de un libro de ciencia política. Hasta fue televisada. Y congregó sala llena en una de las principales y tradicionales librerías de Lima, además de otra pequeña multitud en las afueras del local. ¿La razón? Uno de los panelistas invitados por el autor era el que es, seguramente, el personaje más odiado y temido de la izquierda peruana en estos tiempos.

Empiezo por hacer notar que estas prácticas han sido recurrentemente utilizadas por la izquierda peruana. Recuerdo, a modo de muestra, cuando en la Universidad de San Marcos, hace más de quince años una turba de alumnos impidió que el liberal cubano Carlos Alberto Montaner presentara una conferencia en dicha casa de estudios.

¿Cómo ganar en las mentes de la gente la batalla ideológica si no se le confronta y se demuestra los errores conceptuales del oponente? ¿Cómo ensayar estrategias de respuesta si no se conocen los planteamientos que se deben rebatir?

Impedir que otros expresen sus puntos de vista no hace sino fortalecerlos. Porque primero, los hace parecer víctimas del totalitarismo. Y segundo, porque no permite dejarlos en evidencia con la contraargumentación que surge del debate.

Estamos viviendo un macartismo a la peruana. Un macartismo multilateral. El debate político ya no existe. Sólo queda la descalificación del otro porque simplemente no piensa como uno. El antifujimorismo es la expresión más consumada de ese fenómeno. El terruqueo lo sigue de cerca. En el camino, estamos asesinando la política, como la definimos en el primer párrafo.