He logrado abrir una puerta con candado. Me he pinchado los dedos en el camino, pero eso no me impide ingresar. Tampoco me quejo, más por el qué dirán que por otra cosa. Es un cuarto vacío, que huele a humedad. Y a olvido. Las paredes son, imagino, que de piedra y están sin adornos. Solo hay una pequeña y nueva puerta de madera en el piso, como una trampilla; es evidentemente una puerta que desciende a un sótano.

Por Gastón Gaviola ()

He intentado abrirla a la fuerza tirando de la manija. Los brazos se hinchan por el esfuerzo. El sudor empieza a correrme por la barba. De tener un hacha, les juro que le deba con todo a esa puerta condenada. No he podido abrirla. Uno de mis compañeros que ha entrado conmigo a la habitación se acerca y gira la perilla, era cuestión de girarla nada más, maldita sea.

Empiezo a bajar. Detrás mío siento las pisadas de mis otros cuatro amigos. No teníamos ni la más remota intención de venir aquí, en serio, pero aquí estamos. Solo teníamos que salir, recoger un atado de hierbas, o verduras, no sé, y regresar. Todo el periplo no nos debía demorar más de media hora.

Bueno, ya nos habíamos tirado más de una hora aquí y seguro estarían esperando hace rato a que volviéramos. Así que al menos había que hacer que valiera la pena. La de abajo, el sótano, era otra habitación también vacía. O casi. Al fondo y al centro había una especie de mesa.

Sobre la mesa había un ataúd. Sí. Yo tampoco lo creía. Como si eso no bastara para ponerle los pelos de punta a cualquiera -mientras el sentido común te pide a gritos que salgas de allí corriendo como quien trata de alcanzar la combi- el féretro estaba rodeado con tres vueltas de una cadena. Nos miramos entre todos. No dijimos nada, pero nuestras caras eran suficientes. O sea, el o los locos que encadenaron esa caja de madera, lo hicieron no creyendo que protegían el contenido de cualquier malandrín de afuera; lo hacían para proteger (nos) de lo que sea que hubiera, o creyeran que había, encerrado allí adentro.

Miré mi reloj. Eran más de la una de la mañana. En algún momento nos habíamos tirado más de tres horas. Al día siguiente tenía que estar temprano en la redacción. Saben qué gente, les dije, ya es muy tarde. Lo dejamos aquí y la seguimos a la próxima, entonces, fue la respuesta general. Todos teníamos cara de estar cansados. Cada uno de nosotros además, se había bajado un hamburguesón con papas y gaseosa y nos sentíamos pesados. Hace rato habíamos pasado la barrera de los treinta y ya no estábamos para esos trotes.

Hacía fácil ocho, diez años, que no pasaba una noche de esas. Es casi, casi como tener una doble vida. En la mañana y tarde sumergido entre noticias de todos los rincones, respondiendo llamadas y correos, y en la noche, cuando hacía mucho que el sol se había ido y la edición del día siguiente estaba segura, era la hora de ser un héroe. O morir en el intento.

Estaba con amigos a los que no veía hacía mucho. Una buena noche de juegos de mesa. Concretamente de juegos de rol. De Dungeons & Dragons para ser todavía más específicos, el abuelo de estos juegos, que a su vez le debe tanto al universo del profesor JRR Tolkien, sus hobbits y sus anillos.

En días de partidas en línea, de niños-rata, de conexiones con jugadores en Dubai, Alabama, Sao Paulo o Seúl, de loading screens y rage quit, extrañaba un poco el contacto humano para estos trances. Mis amigos -que militan con la tenacidad de los peregrinos cruzados- en Dragones del Sur, me pasaron la voz un día. Oye, nos hemos quedado sin clérigo y no hay quién cure a la gente... un bandido tampoco nos vendría mal.

Así que allí andaba yo, Onyx, un enano de las montañas, barbón y cejijunto contemplando un ataúd extraño, con la ballesta colgando en la espalda y la fiel espada corta dándome la confianza de su peso a un lado del cinturón lleno de herramientas para hacer saltar cerraduras.

Me encantaba estar allí, por unas horas ajeno a granadas, agendas y romances de tevé. En casa de mis padres encontré mi vieja bolsa de dados, despintados, usadísimos. Aunque juego desde 1993, recién en 1999 pude hacerme de un juego propio. No era como ahora que das clic en Amazon y consigues hasta la foto autografiada de un marciano. Pero me abro de lo que quería terminar de contar.

Qué diferente se siente estar allí con un lápiz y un papel, viendo el dado de 20 caras rodar a ver si la maldita puerta se abría de una buena vez. El diálogo cara a cara, los chistes frikis, la comida basura y la ingesta increíble de café y bebidas. Gente casada, gente con hijos, con empleos de ingreso fijo y salida incierta. Dos mujeres y seis tipos que por unas horas fuimos héroes, exploradores de ruinas, cazadores de dragones. Si no, cómo llevar esta otra vida.

TAGS RELACIONADOS