La “lucha de clases” como motor de la historia siempre será presentada por el marxismo como una de las bases teóricas de la vida en sociedad. El marxismo considera que la clave suprema de la interpretación política es el enfrentamiento perpetuo de las clases lo que por fuerza ocasiona que la violencia se transforme en la partera de la historia. Que esta violencia exista de manera soterrada o que estalle en pulsiones esporádicas hasta el advenimiento de la revolución, para el marxismo es la constatación de que sin violencia no es posible el desarrollo político de los pueblos. Como es natural, una ideología que preconiza el odio falsamente razonado solo puede generar división a sangre fría y así lo ha demostrado a lo largo de más de un siglo un marxismo activo políticamente que ha sembrado la historia de Gulags y terror rojo.

La entraña parasitaria del marxismo se nutre de este impulso destructor de la unidad. La dialéctica de tesis, antítesis y síntesis necesita afirmarse sobre las ruinas de un orden concreto. Siendo así, la identificación del “enemigo de clase” es vital en la estrategia marxista. Ya sean los burgueses, los plutócratas o un sector concreto, el marxismo necesita rotular a su enemigo para iniciar el eterno retorno dialéctico. Que la violencia sea la partera de la historia se traduce en la persecución del enemigo hasta su exterminio. Así, en nombre de la ideología, el enemigo cumple el papel de nuevo “Amalec”.

Una sociedad infectada de marxismo (o neomarxismo) está condenada a la división estéril. En un mundo de pensamiento líquido, la violencia se presenta como una certeza redentora. De allí que vivamos en una era de oscuridad.